martes, 19 de noviembre de 2013

Alfredo, Cardenal Ottaviani


El cardenal Ottaviani puede considerado como el gran desconocido de entre los personajes que desempeñaron un papel importante en Historia de la Iglesia del siglo XX.
Alfredo Ottaviani, (Roma, 29 de octubre de 1890 - Ciudad del Vaticano, 3 de agosto de 1979) Sacerdote en 1916 y prosecretario y cardenal en 1953, fue nombrado secretario del Santo Oficio en 1959. El Cardenal Alfredo Ottaviani que dirigió el Santo Oficio del Vaticano durante los pontificados de Pío XII, de Juan XXIII y de Pablo VI, cargo al que renunció en 1968. Fue presidente de la comisión teológica encargada de preparar el Concilio Vaticano II, durante cuya celebración se mostró como el más destacado representante de la tendencia conservadora. Es autor de diversas obras sobre derecho público eclesiástico.
Los primeros años del pontificado pacelliano estuvieron lógicamente condicionados por la Segunda Guerra Mundial, que estalló a escasos seis meses de la elección de Pío XII, que, al igual que su predecesor Benedicto XV, intentó en vano detenerla hasta el último momento, sin que los grandes de este mundo prestaran atención a su conjuro: “Nada se pierde con la paz; todo puede perderse con la guerra”. Habiendo leído el Cardenal Ottavini el Tercer Secreto y confirmó que está escrito en una única hoja de papel. También él entrevistó a la Hermana Lucía como representante del Papa Pío XII y confirmó que el Tercer Secreto es una verdadera profecía. Confirmó, además, que el reportaje de Neues Europa incluía una parte del Tercer Secreto. En dicho reportaje se puede leer: «Un Cardenal se opondrá a otro Cardenal, y un Obispo se opondrá a otro Obispo», aludiendo naturalmente a una crisis doctrinal en el seno de la Iglesia. Hacia 1948 el Papa Pío XII, por sugerencia del Cardenal Ruffini, plenamente fiel a la Tradición, pensó en convocar un Concilio General, y hasta llegó a dedicar algunos años a los preparativos necesarios. Hay pruebas de que, posteriormente, los progresistas en Roma disuadieron a Pío XII de llevar a cabo su proyecto, puesto que dicho Concilio mostraría una tendencia muy nítida de que seguiría la orientación de laHumani Generis en su condenación de los errores modernistas. Tal como esta gran encíclica de 1950, el futuro Concilio combatiría «las falsas opiniones que insidiosamente amenazan socavar los fundamentos de la Doctrina católica.» Simultáneamente, los “errores de Rusia”, a los que la Santísima Virgen se había referido, estaban invadiendo la propia Iglesia, y se habían infiltrado en varias órdenes religiosas católicas. Por ejemplo, el llamado movimiento de los “Curas Obreros” se hallaba tan claramente infiltrado por los comunistas, que Pío XII decidió extinguirlo en la década de los años cincuenta. El Papa se convenció de que, lamentablemente, tenía una edad muy avanzada para asumir la responsabilidad de la grandiosa realización de un Concilio destinado a combatir las filas cada vez más compactas de los enemigos de la Iglesia, y tuvo que resignarse a aceptar que «esto quedará para mi Sucesor.» Pío XII murió el 9 de octubre de 1958.
Nos encontramos aquí muy cerca del año crítico para nuestro caso. Hemos llegado al 1958, dos años antes del 1960 – el año en que, según el deseo de Nuestra Señora de Fátima, se habría de revelar el Tercer Secreto, como atestiguó la Hermana Lucía. Durante el pontificado de Pío XII, el Santo Oficio, bajo la firme dirección del Cardenal Ottaviani, preservó el Catolicismo en terreno seguro, manteniendo firmemente acorralados los caballos salvajes del Modernismo. Muchos de los teólogos modernistas en la actualidad cuentan, con desdén, cómo ellos y sus amigos estuvieron “amordazados” durante ese período. Sin embargo, ni siquiera el Cardenal Ottaviani podía impedir lo que iba a ocurrir en 1958. Un nuevo Papa, con otra mentalidad, ascendería al Solio Pontificio y, «según se imaginaban los progresistas, sería favorable a su causa», y le obligaría a un renitente Ottaviani a retirar la tranca, abrir el corral y protegerse de la embestida. Esta situación, sin embargo, no era imprevista. Al recibir la noticia de la muerte de Pío XII, el anciano Don Lambert Beauduin, amigo de Roncalli (el futuro Papa Juan XXIII) le confesó al P. Bouyer: «Si eligiesen a Roncalli, sería la salvación; sería capaz de convocar un Concilio, y de consagrar el Ecumenismo.» Y sucedió exactamente lo que había previsto el Don Lambert. Roncalli fue elegido y como Papa Juan XXIII convocó un Concilio y consagró el Ecumenismo. Estaba en marcha la “revolución en la tiara y en la capa pluvial”, prevista por la Alta Bendita. Uno de los primeros actos de la revolución fue dejar de lado el Tercer Secreto de Fátima. Contrariando las expectativas del Mundo entero, el 8 de febrero de 1960 (transcurrido poco más de un a o desde la convocación del Concilio), el Vaticano divulgó a través de la agencia noticiosa A.N.I. la siguiente noticia anónima:
Ciudad del Vaticano, 8 de febrero de 1960 — «En círculos altamente fidedignos del Vaticano se acaba de declarar al representante de la United Press International que es muy posible que nunca venga a ser abierta la carta en que la Hermana Lucía escribió las palabras que Nuestra Señora confirió a los tres pastorcitos, como secreto en la Cova da Iría.»
Acabada la terrible contienda quedaba todo por reconstruir. La Iglesia se alzaba entonces como la única autoridad moral incólume y el Romano Pontífice lanzó una cruzada para que el nuevo orden de Europa y del mundo se levantara sobre las bases de la civilización cristiana, tanto más necesaria cuanto que acechaba amenazante un peligro muy real: el del comunismo soviético, vencedor con los Aliados (después de haberse entendido con la Alemania nazi durante dos años) y que había cobrado su parte del botín invadiendo los países del Este de Europa y sojuzgándolos bajo su tiranía a vista y paciencia de un Occidente complaciente, que no quería ver que la ideología misma del marxismo era internacionalista y tenía vocación de expansionismo. Donde no podía plantar su bota de momento, el gigante soviético infiltraba su ideología deletérea a través de los partidos comunistas.
Pío XII creyó su deber apoyar con todo el peso de su autoridad a la Democracia Cristiana para contrarrestar el avance de los comunistas, cuyo sistema era responsable de los indecibles sufrimientos de la Iglesia del Silencio. Monseñor Ottaviani era de la misma idea. Era necesario, además, recordar a los creyentes sus deberes políticos y su obligación de no apoyar a ideologías o partidos contrarios a la doctrina cristiana. El asesor del Santo Oficio se puso entonces manos a la obra y elaboró el decreto de excomunión de los católicos que colaboraran con el comunismo, sea afiliándose al partido, que difundiendo su propaganda o votando a sus listas en las elecciones, considerándoselos como apóstatas de la fe. Pacelli aprobó la medida y mandó a Ottaviani que se publicase, lo cual hizo éste el 1º de julio de 1949. De esta manera, se hacía operativa la encíclica Divini Redemptoris de Pío XI, de la cual el decreto del Santo Oficio no era sino la lógica consecuencia.
Un aspecto poco conocido del pontificado pacelliano fue el proyecto de un concilio ecuménico que completara el Vaticano I (suspendido por causa de la toma de Roma por los piamonteses en 1870), lo cual le fue sugerido al Papa por el cardenal Ernesto Ruffini a principios de 1948, siendo monseñor Ottaviani quien insistió ante aquél para que lo llevara a cabo con el objeto de condenar los errores modernos, especialmente el comunismo, actualizar el Derecho Canónico e impulsar el apostolado seglar y la Acción Católica. El concilio sería, además, el marco adecuado para la proclamación del dogma de la Asunción. Pío XII nombró una comisión presidida por Ottaviani para estudiar las posibilidades y alcances de la futura asamblea. La conclusión a la que se llegó fue que el trabajo era enorme y requería una preparación cuidadosa, que fue confiada a cinco comisiones nuevas (teológica, pastoral, canónico-litúrgica, misional y de cultura y acción cristiana) bajo la dirección de la comisión original convertida en central y presidida esta vez por monseñor Borgongini-Duca. El Santo Oficio y su asesor tuvieron parte importante en los trabajos, cuyos resultados fueron remitidos en enero de 1951 al Papa, quien, sintiéndose demasiado delicado de salud como para emprender una empresa de semejante envergadura, desistió de convocar el concilio. Fue quizás una oportunidad perdida, ya que si el Vaticano II hubiese tenido lugar en este momento en el que la autoridad de la Iglesia era firme y monolítica, no se hubieran dado las condiciones para una aplicación rupturista de sus decretos como pasó después.
Pío XII era muy consciente de que, a pesar de las apariencias, existía un movimiento de socavamiento en el interior de la Iglesia, llevado a cabo por los herederos de los modernistas: los partidarios de la llamada Nouvelle Théologie. Era necesario atajarlos y lo hizo mediante la encíclica Humani generis de 1950, para la que el Pontífice contó con el valioso asesoramiento de monseñor Ottaviani y el Santo Oficio. A éste, que era entonces el más importante dicasterio de la Curia Romana (hasta el punto que se le llamaba Suprema Sagrada Congregación o simplemente la Suprema), atribuía Pacelli una gran importancia, tanta que en cierta ocasión dijo a monseñor de Castro Mayer, obispo de Campos, estas clarividentes palabras: “El día que la sagrada congregación que vigila la Fe afloje la mano habrá llegado el momento del futuro ataque a la Iglesia perpetrado por aquellos elementos incrustados en su propio seno”.
En el consistorio del 12 de enero de 1953, Ottaviani fue creado cardenal por Pío XII, quien le asignó la diaconía de Santa María in Domnica. Una vez en posesión del rojo capelo, fue promovido a pro-secretario del Santo Oficio (de hecho era él quien llevaba el peso de esta congregación desde hacía tiempo). De esta manera se convertía en uno de los personajes más influyentes y con más predicamento de la Curia. Pero no se crea que el nuevo príncipe de la Iglesia olvidó su humanidad con la púrpura. De su mensa cardenalicia pagaba las pensiones y los estudios de no pocos muchachos de su amado Oratorio de San Pedro, del que se constituyó en protector y al que favoreció cuanto pudo, atrayendo hacia él, además, el interés de otros benefactores, como el cardenal Francis Spellman, amigo de Pío XII, y que disponía de importantes recursos financieros gracias a la caridad de los católicos estadounidenses.
Al morir Pío XII el 9 de octubre de 1958, se abría una difícil sucesión. Muchos veían en el cardenal Siri de Génova, que le era absolutamente devoto, al que aseguraría la herencia pacelliana, pero su extrema juventud para la época hizo temer un pontificado demasiado largo y se barajaron otros nombres como el armenio Agagianian, prefecto de Propaganda Fide (al que primero apoyó Ottaviani), y Elia Dalla Costa, el combativo arzobispo de Florencia. El ala más a la izquierda del cónclave quería papa al arzobispo de Milán, monseñor Montini, antiguo y estrecho colaborador de Pío XII y de formación liberal y democrática, pero el problema de su elección consistía en que no era cardenal y desde 1378 no se había hecho papa a ninguno fuera del Sacro Colegio. El cardenal Ottaviani se fijó entonces en el patriarca de Venecia, el cardenal Roncalli y le dio su apoyo, convirtiéndose así en el gran elector de Juan XXIII, en quien todos vieron a un ideal papa de transición.
Pero el bueno de Roncalli sorprendió a todos con una inusitada energía. El 25 de enero de 1959 anunció en la basílica de San Pablo Extramuros la convocación de un concilio ecuménico que no sería la continuación del Vaticano I, sino una asamblea pastoral para poner al día la Iglesia (lo que se llamó el aggiornamento), a fin de que respondiera a los retos planteados por la sociedad moderna. El cardenal Ottaviani habló entonces al Papa del proyecto elaborado bajo Pío XII, convenciendo al Papa de la necesidad de que la Curia Romana preparase los trabajos conciliares, en lo cual Roncalli estuvo de acuerdo. Se formó una comisión anteprepatoria presidida por el cardenal Tardini, secretario de Estado, y con monseñor Pericle Felici como secretario, ambos amigos del pro-secretario del Santo Oficio, que fue promovido a secretario en noviembre de aquel año. La comisión se encargó de ordenar la inmensa documentación que llegó de la consulta hecha a los obispos de todo el mundo sobre los temas a tratar y sentó las bases del trabajo de la comisión preparatoria que la substituyó en noviembre de 1960. Se confeccionaron setenta esquemas que se presentarían a la discusión en el aula conciliar, todos satisfactorios desde el punto de vista del Santo Oficio aunque no para el ala liberal de la Iglesia, capitaneada por el cardenal Joseph Frings de Colonia (que se había llevado como peritus a un teólogo bávaro llamado Joseph Ratzinger)
El beato Juan XXIII es tenido como un papa de vanguardia y como precursor de la revolución post-conciliar. Nada más desacertado. Su preparación teológica era tradicional y su estilo muy conservador, incluso en las formas. Como su predecesor en la sede patriarcal de Venecia y en el solio de Pedro san Pío X, era una persona de gran humildad y sencillez, pero no quiso prescindir del boato de la corte pontificia porque sabía distinguir a la persona de la función y tenía una alta idea de su investidura como Vicario de Cristo. En 1960 quiso hacer una especie de ensayo de lo que debía ser el concilio ecuménico y convocó el Sínodo Romano (cosa que no se hacía desde 1725), cuyas actas son todo menos revolucionarias. El Papa estaba tan satisfecho de los resultados que mandó encuadernar lujosamente de su propio peculio el libro con los documentos sinodales para regalarlo a sus visitantes. También Juan XXIII quiso impulsar el estudio del latín (que empezaba a ser contestado) mediante una solemne constitución apostólica Veterum sapientia de 1962. El Papa de la paz y de la distensión, que recibía a la hija y al yerno de Kruschev y contribuía a conjurar la crisis de los misiles era el mismo que en 1959 había renovado, con gran satisfacción de Ottaviani, el decreto del Santo Oficio de 1949 contra el comunismo. Y aunque se consideraba a sí mismo más pastor que teólogo, sabía reconocer el peligro de la Nueva Teología y puso su firma en el monitum que había preparado el cardenal de la Suprema por el que se condenaba las obras del P. Teilhard de Chardin (imbuidas de un extraño evolucionismo).
El 15 de abril de 1962, mediante el motu proprio Cum gravissima, el Papa dispuso que todos los cardenales del Sacro Colegio debían ser obispos y procedió personalmente a la consagración episcopal de doce de ellos, entre los cuales se contaron Alfredo Ottaviani y el gran latinista Antonio Bacci, que iban a tener juntos un papel protagónico en el futuro en uno de los episodios más controvertidos del post-concilio. Pero no adelantemos hechos. Ottaviani recibió la plenitud del sacerdocio el 19 de abril de 1962 en la basílica de San Juan de Letrán, habiendo sido precedentemente preconizado arzobispo titular de Berrea en Macedonia. Co-consagrantes suyos fueron los cardenales Pizzardo y Aloisi Masella. Ahora era cuestión de aprestarse a participar en el Concilio del papa Juan y sólo Dios sabía las batallas que le estaban deparadas al secretario del Santo Oficio.
Ya desde las primeras reuniones en el aula conciliar se manifestó una clara división polarizada en dos alas: la tradicional de la Curia y la liberal del Rin (que abarcaba a los padres de Alemania, el Benelux y el Norte de Francia). En medio había una extensa franja de obispos que podría llamarse neutral, pero no por una equidistancia entre las dos posiciones enfrentadas (la mayoría era más bien conservadora), sino porque no sabían cómo actuar en una asamblea de la importancia y envergadura del Vaticano II. En el ala tradicional destacaban los cardenales Ottaviani, Siri, Browne y Ruffini, mientras el ala liberal estaba liderada por Frings, Suenens, Alfrink y Liénart. Aunque los liberales comenzaron siendo una minoría en el concilio, estaban muy bien organizados y contaban con la simpatía de una opinión pública inclinada a posiciones de vanguardia por influjo de los medios de comunicación. Así las cosas, decidieron tomar las riendas desde el principio.
Destruido el trabajo preconciliar, el único esquema que sobrevivió al general naufragio fue el de Sagrada Liturgia, el primero en ser propuesto a los padres conciliares y que dio lugar a las más ásperas discusiones entre los defensores de la continuidad y evolución homogénea del culto católico y los partidarios de las teorías del moderno movimiento litúrgico (muy distinto del que había fundado Dom Prosper Guéranger). El latín como lengua litúrgica fue motivo de una de las más ardientes batallas. El cardenal Ottaviani tomó la palabra el 30 de octubre de 1962 y se dirigió a los padres con verbo admonitorio sobre los drásticos cambios que se pretendía introducir en el ordinario de la misa: “¿Estamos acaso buscando suscitar maravilla o incluso quizás hasta escándalo entre el pueblo cristiano introduciendo cambios en un rito tan venerable y aprobado después de tantos siglos y que ahora nos es familiar? El rito de la Santa Misa no debe ser tratado como si fuera una prenda de vestir que deba ser remodelada según el gusto de cada generación”. Como refiere el P. Ralph Wiltgen en su libro The Rhin flows into the Tiber: “Hablando sin texto, debido a su parcial ceguera, excedió el límite de diez minutos que se había dicho a todos que se respetara. El cardenal Tisserant, decano de los presidentes del Concilio, mostró su reloj al cardenal Alfrink, que era quien presidía aquella mañana. Cuando el cardenal Ottaviani llegó a los quince minutos, el cardenal Alfrink hizo sonar la campanilla en señal de atención, pero el orador estaba tan enfrascado en su tema que no la oyó o hizo como que no la oía. A una señal del cardenal Alfrink, un técnico desconectó el micrófono. Después de comprobar que no funcionaba golpeándolo con los dedos, el cardenal Ottaviani, humillado, cayó pesadamente sobre su silla. El más poderoso cardenal de la Curia Romana había sido hecho callar”.
En medio de las discusiones, se había organizado un grupo de padres conciliares bajo la protección del cardenal Ottaviani y de sus colegas del ala de la Curia. Se llamó el Coetus Internationalis Patrum y comprendía unos 450 prelados, entre los que destacaron el entonces superior general de la congregación del Espíritu Santo, monseñor Marcel Lefebvre, monseñor Luigi Maria Carli (obispo de Segni), y dos jerarcas brasileños particularmente aguerridos: Dom Geraldo de Proença Sigaud (arzobispo de Diamantina) y Dom Antonio de Castro Mayer (obispo de Campos). Desgraciadamente, sus iniciativas eran sistemáticamente saboteadas desde la presidencia central del concilio. El cardenal Siri nos ha dejado el testimonio más autorizado sobre la actuación del secretario del Santo Oficio, el padre conciliar más criticado dentro y fuera del aula del Vaticano II: “El cardenal Ottaviani siempre tomó parte en la defensa de la verdad. Estábamos a menudo en relación yo, él, Browne y Ruffini. Estábamos unidos para resistir a las presiones. En él la firmeza de las decisiones se manifestaba en aspectos oratorios más bien fuertes: no tenía miedo a nada y no era el miedo el que lo hacía intervenir; su temperamento en defensa de la verdad era combativo. Había un pleno acuerdo entre nosotros. Era evidente que se trataba de un hombre que ardía de adhesión a la Fe y a su integridad. Querría insistir en esta palabra: ardía”.
El Concilio se acabó en 1965 bajo otro papa: Pablo VI, al que Ottaviani, en su calidad de cardenal protodiácono, había impuesto la sacra tiara el 30 de junio de 1963, en lo que sería la última ceremonia de coronación de un romano pontífice. Al final, los documentos conciliares fueron textos de compromiso en los que quedaba, sí, salva la ortodoxia (prueba de ello es que el cardenal Ottaviani firmó las actas conciliares en esu totalidad, como haría también, por cierto, monseñor Lefebvre), pero que constituían un campo sembrado de lo que Michael Davies llamó “bombas de relojería”, que serían hechas estallar oportunamente en el momento de la aplicación práctica del Vaticano II. El papa Montini, había tenido él mismo que imponer su autoridad cuando mandó insertar como apéndice a la constitución sobre la Iglesia una nota explicativa previa para aclarar el tema de la colegialidad, que no quedaba claro en el texto aprobado por los padres, dejando resquicios por los que se podía colar la idea de que el Romano Pontífice no era sino un primus inter pares.
Pablo VI había estado a las órdenes de Ottaviani en los comienzos de su carrera en la Secretaría de Estado y tenía buenos recuerdos de esa etapa porque el entonces su superior de entonces era una persona afable y cordial y no hacía pesar su autoridad. Después las carreras de ambos se separaron al entrar éste en el Santo Oficio. En la Curia Romana siempre había habido dos tendencias: la de los zelanti (que priorizaba la defensa de la fe y de la moral) y la de los politicanti (que prefería las vías de la diplomacia). Estaban representadas respectivamente por el Santo Oficio y la Secretaría de Estado. Pío XII había mantenido un sabio equilibrio entre ambas, pero después del Concilio la situación había cambiado. Pablo VI, papa personalmente ortodoxo (ahí están su Credo de Dios y la encíclica Humanae Vitae, por poner un par de ejemplos), pensaba que la Iglesia debía ser flexible en el ámbito de las realidades concretas, sobre todo en sus relaciones con un mundo en tensión. Así pues, quiso potenciar la autoridad de la Secretaría de Estado, haciendo de ella el primer organismo de poder en el Vaticano, una especie de super-dicasterio. Emprendió para ello una profunda reforma de la Curia Romana de la cual fue la principal perjudicada la congregación que presidía Ottaviani. Ya en febrero de 1966 se le había cambiado el nombre de Santo Oficio por el de Doctrina de la Fe, convirtiéndose su secretario en pro-prefecto. Pero por el motu proprio Regimini Ecclesiae universae de 1967, se le quitó el carácter de Suprema y se determinó que, en lo sucesivo, ya no sería el Papa su prefecto, sino un cardenal (lo cual representaba una capitis deminutio en toda regla)
Ottaviani, era respetuoso de las conveniencias y entendió el mensaje, poniendo su cargo a la disposición del Papa. Pero éste, que en el fondo lo apreciaba y necesitaba a alguien con su temple en la defensa de la fe católica, puesta en entredicho por el nuevo secularismo, lo nombró prefecto de la congregación así remodelada en agosto de 1967. Pero no duró mucho en el cargo porque no se sintió con la libertad de acción de la que había gozado bajo Pío XII y el beato Juan XXIII para la defensa de la Fe. Había visto caer una a una las barreras contra el error: el Indice de libros prohibidos, la censura eclesiástica previa para los escritos doctrinales, el juramento antimodernista… Y él era un hombre de principios. No podía honestamente seguir ejerciendo un cargo teniendo atadas las manos y padeciendo a menudo las cortapisas provenientes de la Secretaría de Estado. El cardenal que había defendido el Derecho público de la Iglesia y se había constituido en el gran adversario del comunismo ateo no podía, por supuesto, estar de acuerdo con el desmantelamiento de los Estados católicos y la Östpolitik promovidos desde el tercer piso del Palacio Apostólico. El 6 de enero de 1968, a los 78 años de edad y después de más de treinta defendiendo el dogma católico, presentó su dimisión al Papa, que la aceptó, pero le concedió el título honorífico de “Prefecto emérito”.
Los diez últimos años de su vida los transcurrió el cardenal Ottaviani en un retiro activo, dedicado a su querido Oratorio de San Pedro y al Oasis de Santa Rita –orfanato y casa de reposo fundado por él en Frascati– y siempre atento a la evolución de los acontecimientos eclesiales. En 1969, al promulgar Pablo VI un nuevo Misal Romano, le dirigió juntamente con el cardenal Antonio Bacci, un Breve Examen Crítico del Novus Ordo Miase. En 1970 se vio afectado por la medida papal que establecía la exclusión de los cardenales del cónclave al cumplir los 80 años. Pablo VI, a pesar de la divergencia de estilo, mostró siempre su aprecio al antiguo “carabiniere della chiesa”. Poco después de la publicación del Breve Examen Crítico, fue a visitarlo en su convalecencia de una operación relacionada con su afección ocular. El 15 de marzo de 1976, le dirigió una afectuosa carta de felicitación por los sesenta años de su ordenación sacerdotal. Pero el anciano príncipe de la Iglesia sobreviviría al papa Montini y tendría aún tiempo de conocer a otros dos pontífices.
El último año de su vida, su salud declinó considerablemente hasta el punto que debió quedarse recluido en su apartamento en el Palacio del Santo Oficio y tuvo que espaciar la celebración de la misa. A principios del verano hubo de ser hospitalizado y fue claro que ya no se recuperaría. Empezó a sumirse en un sopor de cual sólo se despertaba brevemente al susurro de las oraciones de sus visitantes. El viernes 3 de agosto de 1979 rendía su alma a Dios este intrépido defensor de la fe católica y de los derechos de la Iglesia, cuyo lema había sido “Semper idem”, expresión no de inmovilismo, sino de fidelidad. El papa Juan Pablo II quiso celebrar personalmente sus exequias en la Basílica Vaticana el siguiente lunes 6 (antes de que recibiera sepultura San Salvatore in Ossibus, la iglesia del capítulo canonical vaticano), pronunciando una homilía cuyas primeras palabras definen a la perfección quién fue Alfredo Ottaviani y con las que ponemos punto final a esta semblanza de:
«Ecce sacerdos magnus, qui in diebus suis placuit Deo et inventus est iustus (cf. Sir 44, 16-17): Son éstas las primeras palabras que espontáneamente me vienen a los labios en el momento en que ofrecemos a Dios el sacrificio eucarístico y nos disponemos a dar el último adiós al venerado hermano cardenal Alfredo Ottaviani. Realmente ha sido un gran sacerdote, insigne por su religiosa piedad, ejemplarmente fiel en el servicio a la Santa Iglesia y a la Sede Apostólica, solícito en el ministerio y en la práctica de la caridad cristiana. Y ha sido al mismo tiempo un sacerdote romano, es decir, adornado de ese espíritu típico, quizá no fácil de definir, que quien ha nacido en Roma —como él nació diez años antes de finalizar el siglo XIX— posee como en herencia y que se manifiesta en una adhesión especial a Pedro y a la fe de Pedro e incluso en una exquisita sensibilidad por lo que es y hace y debe hacer la Iglesia de Pedro».

Alberto Royo cita a RODOLFO VARGAS RUBIO
— Eminencia, ¿sabe que está considerado como el más obstinado conservador del Vaticano?
— ¿Cómo no, hijo mío? Sólo faltaría que precisamente yo me pusiese a querer cambiarlo todo. Yo he sido puesto aquí, en el Santo Oficio, para custodiar el tesoro de la Iglesia, es decir dogmas, posiciones doctrinales, ciertas leyes, ciertos artículos del Derecho Canónico que forman la verdad católica o los medios de tutela de esta verdad. Yo soy el carabiniere que custodia la reserva de oro. ¿Cree usted que cumpliría con mi deber desertando, dejando la vigilancia, descabezando sueños, cerrando un ojo? ¿Y cree usted que estaría bien que precisamente yo respaldase los movimientos que aportan mutaciones en los principio, o bien que favorecen reformas que a la larga pueden dar un significado diferente a los principios? La Iglesia vive un tránsito. Tenía ciertas leyes y ciertas convicciones. Mientras estaba en curso una “constituyente”, yo las he custodiado y las he defendido. ¿Ha comprendido?

Este diálogo tuvo lugar en 1967, en el curso de una entrevista concedida por el entonces prefecto de la flamante Congregación para la Doctrina de la Fe en el Palacio del Santo Oficio, pegado al recinto de la Ciudad Leonina, al influyente periodista italiano Alberto Cavallari, en aquella época director de Il Gazzetino de Venecia. La respuesta del gran purpurado define lo que fue su vida entera al servicio de la Santa Sede, del Papado, de Roma, para él conceptos equivalentes. Roma es impensable sin el Papado y es al servicio de éste al que está la Santa Sede, que es como el gabinete ministerial de la Iglesia Católica. La estrella de Ottaviani se hallaba ya declinante, pero como los grandes astros agonizantes, emitía un fulgor deslumbrante. Nunca fue más grande este cardenal que cuando dejó de tener poder y debió hacer mutis por el foro. Se mostró leal a toda prueba a pesar de las ingratitudes y las decepciones. Se mantuvo adherido a la roca de Pedro con la fuerza de un molusco, a prueba del embate de las olas (y Dios sabe qué tempestades azotaron entonces las costas del Catolicismo).
Los Ottaviani eran, a finales del siglo XIX, una de esas familias orgullosas de su romanidad de pura cepa, que se remonta por generaciones y generaciones hasta perderse en lo profundo de los siglos: lo que llama ser “romano di Roma”. La secular vecindad y sumisión al Papado hizo católicos sinceros y practicantes pero sin mojigatería; más bien con un sano desparpajo y desenfado en el trato con el clero que chocaría a cualquiera que no conociese la idiosincrasia de los romanos, que lo han sido visto todo: desde la santidad más acreditada hasta el triunfo de la más descarada mundanidad. Lutero vino a la Roma de Julio II y se escandalizó; los romanos simplemente se alzaban de hombros; si acaso, componían pasquines, pero nunca se les hubiera pasado por la cabeza rebelarse en nombre de una reforma. Su catolicismo es instintivo; quizás mezclado con algún resabio de la proverbial superstición de sus antepasados más antiguos, pero franco y sólido. No es casual que Roma sea la città delle edicole, de esas pequeñas capillitas u hornacinas adornadas con la imagen de la Madonna que campean en lo alto de las esquinas de sus edificios.
Enrico Ottaviani no era un hombre pudiente; se ganaba la vida con su oficio de fornaio (panadero). Había formado una familia numerosa con Palmira Catalini, la típica massaia dedicada a su hogar, a cuya economía contribuía no sólo con su sabia administración doméstica, sino con el empleo de bustaia (confección de sobres de carta), que podía llevar a cabo en casa en las pocas horas libres que le dejaba la atención de su extensa prole. Diez hijos había ya dado a luz cuando nació, el 29 de octubre de 1890, un niño al cual, siguiendo la extraña costumbre familiar, pusieron el nombre germánico de Alfredo (y todavía seguiría otro vástago). Muchos años después, el futuro cardenal bromearía sobre ello en plena polémica alrededor de la encíclica Humanae vitae de Pablo VI: “Si mis padres hubieran pensado como los que hoy defienden la píldora seguro que yo no estaría en este mundo”.
El pequeño Alfredo cursó la educación primaria con gran aprovechamiento, pero no se crea que fuese lo que se suele decir un “empollón”. Tenía facilidad para el estudio y se sentía inclinado a él, pero, fiel a la antigua máxima clásica que asevera mens sana in corpore sano, dedicaba parte de su tiempo al ejercicio físico, al que, como Pacelli, atribuía una gran importancia, cultivándolo hasta la vejez. Sólo que a diferencia del que se convertiría en Pío XII, que era delicado de constitución, Ottaviani era fuerte y recio. Competía con sus compañeros de juegos en las típicas luchas cuerpo a cuerpo, que tanto gustan a los ragazzi, como atestiguan fotos de aquel tiempo.
Superada con las mejores notas la scuola elementare y fuertemente inclinado a la religiosidad, sus padres dieron su asentimiento para que ingresara en el Seminario Romano, dirigido entonces por monseñor Domenico Spolverini. Con sede en el antiguo Palacio de Letrán, el papa Pío X ha querido unirle el prestigioso y benemérito Seminario Pío, fundado sesenta años atrás por el papa Mastai-Ferretti bajo la protección de la Inmaculada. La institución resultante será un campo fértil del que se cosecharán ilustres dignatarios de la Iglesia. Los alumnos se nutrían intelectualmente con una enseñanza profunda y estaban en contacto con las autoridades más altas de la Iglesia. No era raro, pues, que apenas ordenados tuvieran ya un destino en la Curia Romana e hicieran una brillante carrera. También es de notar que estamos en plena época del antimodernismo, por lo cual se tenía especial cuidado en escoger el cuerpo docente para imbuir el sentido de la sana doctrina en los seminaristas, lo cual en Alfredo Ottaviani se logró con indudable éxito. Siempre recordaría con gratitud a los maestros que le enseñaron a distinguir e identificar los peligros contra la fe. Después de haber cursado con gran provecho la Filosofía y la Teología, fue ordenado sacerdote el 18 de marzo de 1916, celebrando su primera misa el día siguiente, festividad de san José, en medio del regocijo de su familia, superiores, amigos, condiscípulos y la buona gentarella de su amado Trastevere.
En estos años se muestra como un observador atento de su tiempo: estamos en plena época bélica. El Guerrone temido por san Pío X alcanza proporciones inauditas y se ha convertido en una trágica sangría, segando una cantidad sin precedentes de jóvenes vidas. También los clérigos deben partir al frente, como por ejemplo: Domenico Tardini, compañero de Ottaviani y Angelo Giuseppe Roncalli. Otros, como el mismo Ottaviani y su amigo Pietro Parente, logran librarse del servicio militar. Ello posibilita al primero continuar sus estudios para sacar la licenciatura en Derecho, especializándose en el Eclesiástico, sobre todo el público, del cual será con los años un brillante exponente. Al mismo tiempo desarrolla su apostolado entre el pueblo sencillo, al que le une una gran simpatía y afinidad. Ni aun como cardenal renegará de sus orígenes, recalcando siempre que su padre era “operaio panettiere” (“obrero del pan”). Por esta época inicia su ministerio pastoral en el Pontificio Oratorio de San Pedro, institución creada para educar y orientar a los niños y adolescentes pobres que pululaban en el Trastevere y el Borgo, lo que los monseñores vaticanos llaman con benevolencia la sacra canaglia, hacia los que siempre demostrará Ottaviani un paternal y abnegado afecto.
En 1919 entra a formar parte del engranaje de la Curia Romana llamado a la Sagrada Congregación de Propaganda Fide en calidad de minutante bajo la guía del cardenal holandés Willem van Rossum, que quería desgajar la acción evangelizadora de los misioneros del colonialismo europeo. Aquí adquiriría Ottaviani ese sentido misional y de universalidad que plasmaría años más tarde Pío XII en su gran encíclica Fidei donum. Dos años más tarde, es señalado por monseñor Borgongini-Duca a la atención del papa Benedicto XV, que lo transfiere a la primera sección de la Secretaría de Estado. El 15 de marzo de 1922 entra a formar parte de la corte pontificia como chambelán privado de Su Santidad. Entre 1926 y 1928 será rector del Pontificio Colegio Bohemo, familiarizándose con la siempre cambiante y precaria realidad de los pueblos de la Mitteleuropa y del Este. Obtiene el tratamiento de monseñor anejo al título de prelado doméstico de su Santidad el 31 de mayo de 1927 por gracia de Pío XI. Tras la promoción episcopal de monseñor Ciriaci, nombrado nuncio apostólico, monseñor Ottaviani ocupa su puesto como sub-secretario de la sagrada Congregación para los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios durante dos años, hasta que el 7 de junio de 1929, el año de la Conciliación, es nombrado Substituto de la Secretaría de Estado. En 1931 llega el título de protonotario apostólico, con lo cual, a los 41 años, es ya un prelado conocido y respetado, que ha aprendido en la escuela de la Secretaría de Estado a conducirse con exquisita diplomacia permaneciendo inequívocamente fiel a los principios.
Su entrada en el Santo Oficio data del 19 de diciembre de 1935 en calidad de asesor.Aprendió a montar guardia en torno al depositum fidei y en los siguientes treinta años no defraudó las expectativas cifradas en él para este delicado encargo. Su biógrafo Emilio Cavaterra traza de él un retrato de esta época que será válido para lo sucesivo: “Abierto y cordial en las relaciones humanas, severo e intransigente en materia de fe y de costumbres, caritativo y disponible para los humildes, los pobres, los marginados, pero también para los arrepentidos de la Iglesia”. A principios de 1937, se manifestarán los primeros síntomas de la afección ocular que, andando el tiempo, lo dejará casi ciego. Es tratado por el profesor Riccardo Galeazzi-Lisi, oculista al que el cardenal secretario de estado Pacelli ha confiado su salud como médico de cabecera. Ese mismo año trabaja sin tregua en la encíclica que Pío XI está preparando contra el comunismo. El estudio de la documentación y los informes que llegan sobre la tiranía en la Rusia soviética no le dejan lugar a dudas al asesor del Santo Oficio: se trata de un sistema “intrínsecamente perverso”, como en efecto lo definirá el papa Ratti.
Publicada la encíclica Divini Redemptoris, monseñor Ottaviani se toma un período de descanso y viaja a los Estados Unidos, que acababan de ser visitados el año anterior por Pacelli el “cardenal transatlántico panamericano” como lo llamó Pío XII. Visita Nueva york, Washington, Boston, Buffalo y llega a ver las cataratas del Niágara. De regreso a Italia en el Vulcania, toca Portugal, Gibraltar, Argelia y España. En ésta es recibido por el cardenal Segura, que, expulsado por la República, había podido regresar a la zona nacional. El purpurado español le cuenta las atrocidades de la persecución religiosa que están llevando a cabo los rojos, es decir, los comunistas, informaciones que el siempre despierto y atento monseñor de la Curia Romana tendrá siempre muy en cuenta.
Desembarcado en Nápoles, toma el tren para Roma y se incorpora de nuevo a la rutina del trabajo, por razón del cual es recibido en audiencia regularmente por Pío XI. La salud de éste no es buena y da no pocos sobresaltos entre mejorías inesperadas y agravamientos alarmantes. Se diría que el Papa declina al mismo ritmo que la paz en Europa. Como siempre, monseñor Ottaviani observa y anota los acontecimientos que se precipitan: el Anschluss, la conferencia de Munich, la anexión de los Sudetes y la constitución del Protectorado alemán de Bohemia y Moravia, acontecimientos estos dos últimos a los que fue especialmente sensible el que había sido rector del Pontificio Colegio Bohemo. También en Italia las cosas empeoran: Mussolini adopta las leyes raciales y hostiga a la Iglesia. Pío XI muere en un estado de cosas que está apunto de estallar. Para sucederle es elegido el cardenal Pacelli, prácticamente designado por su antecesor. Toma el nombre de Pío XII y será el papa de Ottaviani.


El Cardenal Ottaviani rezaba durante el Concilio Vaticano II con renovado fervor.
Durante las congregaciones generales podían verlo postrado a los pies del Santísimo Sacramento durante largas horas. Sus colaboradores empezaban a inquietarse. Finalmente, uno de ellos decide y le pregunta si hay algo que no va bien:
- ¡Ay, contesta, estoy pidiendo al Cielo que me llame y, sobre todo, que no espere a hacerlo a que termine el Concilio…
- ¿Por qué diablos tanta tanta prisa?
- Porque quiero morir católico …
[Le “bolle” del Concilio, Gribaudi, Torino 1967, p. 63]


Las 7 excelencias de la sotana


Tu es sacerdos in aeternum


Por el P. Jaime Tovar Patrón, coronel capellán del Vicariato Castrense. España / Fondo Cultual Católico
Con esta breve exposición se espera recordar la importancia del «uniforme sacerdotal», la sotana o hábito talar. Valga otro tanto para el hábito religioso propio de las órdenes y congregaciones. En un mundo secularizado no hay mejor testimonio cristiano de parte de los consagrados a Dios que la vestimenta sagrada en los sacerdotes y religiosos.
Fíjese si el impacto de la sotana es grande ante la sociedad, que muchos regímenes anticristianos la han prohibido expresamente. Esto debe decirnos algo.
Hoy en día son pocas las ocasiones en que podemos admirar a un sacerdote vistiendo su sotana. El uso de la sotana, una tradición que se remonta a tiempos antiquísimos, ha sido olvidado y a veces hasta despreciado. Pero esto no quiere decir que la sotana perdió su utilidad.
La sotana fue instituida por la Iglesia a fines del siglo V con el propósito de darle a sus sacerdotes un modo de vestir serio, simple y austero. Recogiendo esta tradición, el Código de Derecho Canónico impone el hábito eclesiástico a todos los sacerdotes (canon 136 ).
Contra la enseñanza perenne de la Iglesia está la opinión de círculos enemigos de la Tradición que tratan de hacernos creer que el hábito no hace al monje, que el sacerdocio se lleva dentro, que el vestir es lo de menos y que lo mismo se es sacerdote con sotana que de paisano. Sin embargo, la experiencia demuestra todo lo contrario, porque cuando hace más de 1500 años la Iglesia decidió legislar sobre este asunto fue porque era y sigue siendo importante, ya que ella no se preocupa de niñerías.
”Los clérigos han de vestir un hábito eclesiástico digno,
según las normas dadas por la Conferencia Episcopal
y las costumbres legítimas del lugar”. (CDC 284)


Seguidamente exponemos siete excelencias de la sotana condensadas de un escrito del ilustre padre Jaime Tovar Patrón.
1º – El recuerdo constante del sacerdote.- Ciertamente que, una vez recibido el sacramento del Orden, no se olvida fácilmente. Pero nunca viene mal un recordatorio: algo visible, un símbolo constante, un despertador sin ruido, una señal o bandera. El que va de paisano es uno de tantos, el que va con sotana, no. Es un sacerdote y él es el primer persuadido. No puede permanecer neutral, el traje lo delata. O se hace un mártir o un traidor, si llega el caso. Lo que no puede es quedar en el anonimato, como un cualquiera. Y luego… ¡Tanto hablar de compromiso! No hay compromiso cuando exteriormente nada dice lo que se es. Cuando se desprecia el uniforme, se desprecia la categoría o clase que éste representa.

2º – Presencia de lo sobrenatural en el mundo.- No cabe duda que los símbolos nos rodean por todas partes: señales, banderas, insignias, uniformes… Uno de los que más influjo produce es el uniforme. Un policía, un guardián, no hace falta que actúe, detenga, ponga multas, etc. Su simple presencia influye en los demás: conforta, da seguridad, irrita o pone nervioso, según sean las intenciones y conducta de los ciudadanos. Una sotana siempre suscita algo en los que nos rodean. Despierta el sentido de lo sobrenatural. No hace falta predicar, ni siquiera abrir los labios. Al que está bien con Dios le da ánimo, al que tiene enredada la conciencia le avisa, al que vive apartado de Dios le produce remordimiento. Las relaciones del alma con Dios no son exclusivas del templo. Mucha, muchísima gente no pisa la iglesia. Para estas personas, ¿qué mejor forma de llevarles el mensaje de Cristo que dejándoles ver a un sacerdote consagrado vistiendo su sotana? Los fieles han levantando lamentaciones sobre la desacralización y sus devastadores efectos. Los modernistas claman contra el supuesto triunfalismo, se quitan los hábitos, rechazan la corona pontificia, las tradiciones de siempre y después se quejan de seminarios vacíos… de falta de vocaciones. Apagan el fuego y luego se quejan de frío. No hay que dudarlo: la desotanización lleva a la desacralización.

“En una sociedad secularizada y tendencialmente materialista, donde tienden a desaparecer incluso los signos externos de las realidades sagradas y sobrenaturales, se siente particularmente la necesidad de que el presbítero -hombre de Dios, dispensador de Sus Misterios- sea reconocible a los ojos de la comunidad, también por el vestido que lleva, como signo inequívoco de su dedicación y de la identidad del que desempeña un ministerio público. El presbítero debe ser reconocible sobre todo, por su comportamiento, pero también por un modo de vestir, que ponga de manifiesto de modo inmediatamente perceptible por todo fiel -más aún, por todo hombre- su identidad y su pertenencia a Dios y a la Iglesia.
Por esta razón, el clérigo debe llevar «un hábito eclesiástico decoroso, según las normas establecidas por la Conferencia Episcopal y según las legítimas costumbres locales». Por su incoherencia con el espíritu de tal disciplina, las praxis contrarias no se pueden considerar legítimas costumbres y deben ser removidas por la autoridad competente.
*
Exceptuando las situaciones del todo excepcionales, el no usar el hábito eclesiástico por parte del clérigo puede manifestar un escaso sentido de la propia identidad de pastor, enteramente dedicado al servicio de la Iglesia.” (Sgda. Congr. para el Clero, 1994: Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, nº 66)
________________________
3º – Es de gran utilidad para los fieles.- El sacerdote lo es, no sólo cuando está en el templo administrando los sacramentos, sino las veinticuatro horas del día. El sacerdocio no es una profesión, con un horario marcado… es una vida, una entrega total y sin reservas a Dios. El pueblo de Dios tiene derecho a que lo asista el sacerdote. Esto se le facilita si pueden reconocer al sacerdote de entre las demás personas… si éste lleva un signo externo. El que desea trabajar como sacerdote de Cristo debe poder ser identificado como tal para el beneficio de los fieles y el mejor desempeño de su misión.



4º – Sirve para preservar de muchos peligros.- ¡A cuántas cosas se atreverán los clérigos y religiosos si no fuera por el hábito! Esta advertencia, que era sólo teórica cuando la escribía el ejemplar religioso P. Eduardo F. Regatillo, S. I., es hoy una terrible realidad. Primero, fueron cosas de poco bulto: entrar en bares, sitios de recreo, pero poco a poco se ha ido cada vez a más. Los modernistas quieren hacernos creer que la sotana es un obstáculo para que el mensaje de Cristo entre en el mundo. Pero, al suprimirla, han desaparecido las credenciales y el mismo mensaje. De tal modo, que ya muchos piensan que al primero que hay que salvar es al mismo sacerdote que se despojó de la sotana supuestamente para salvar a otros. Hay que reconocer que la sotana fortalece la vocación y disminuye las ocasiones de pecar para el que la viste y los que lo rodean. De los miles que han abandonado el sacerdocio después del Concilio Vaticano II, prácticamente ninguno abandonó la sotana el día antes de irse: lo habían hecho ya mucho antes.



5º – Ayuda desinteresada a los demás.- El pueblo cristiano ven en el sacerdote el hombre de Dios, que no busca su bien particular sino el de sus feligreses. La gente abre de par en par las puertas del corazón para escuchar al padre que es común del pobre y del poderoso. Las puertas de las oficinas y de los despachos, por altos que sean, se abren ante las sotanas y los hábitos religiosos. ¿Quién le niega a una monjita el pan que pide para sus pobres o sus ancianitos? Todo esto viene tradicionalmente unido a unos hábitos. Este prestigio de la sotana se ha ido acumulando a base de tiempo, de sacrificios, de abnegación. Y ahora, ¿se desprenden de ella como si se tratara de un estorbo?

6º – Impone la moderación en el vestir.- La Iglesia preservó siempre a sus sacerdotes del vicio de aparentar más de lo que se es y de la ostentación dándoles un hábito sencillo en que no caben los lujos. La sotana es de una pieza (desde el cuello hasta los pies), de un color (negro) y de una forma (saco). Los armiños y ornamentos ricos se dejan para el templo, pues esas distinciones no adornan a la persona sino al ministro de Dios para que dé realce a las ceremonias sagradas de la Iglesia. Pero, vistiendo de paisano, le acosa al sacerdote la vanidad como a cualquier mortal: las marcas, calidades de telas, de tejidos, colores, etc. Ya no está todo tapado y justificado por el humilde sayal. Al ponerse al nivel del mundo, éste lo zarandeará, a merced de sus gustos y caprichos. Habrá de ir con la moda y su voz ya no se dejará oír como la del que clamaba en el desierto cubierto por el palio del profeta tejido con pelos de camello.

7º – Ejemplo de obediencia al espíritu y legislación de la Iglesia.- Como uno que comparte el Santo Sacerdocio de Cristo, el sacerdote debe ser ejemplo de la humildad, la obediencia y la abnegación del Salvador. La sotana le ayuda a practicar la pobreza, la humildad en el vestuario, la obediencia a la disciplina de la Iglesia y el desprecio a las cosas del mundo. Vistiendo la sotana, difícilmente se olvidará el sacerdote de su papel importante y su misión sagrada o confundirá su traje y su vida con la del mundo.

Estas siete excelencias de la sotana podrán ser aumentadas con otras que le vengan a la mente a usted. Pero, sean las que sean, la sotana por siempre será el símbolo inconfundible del sacerdocio porque así la Iglesia, en su inmensa sabiduría, lo dispuso y ha dado maravillosos frutos a través de los siglos.
Nota:
Conviene recordar: Muchos sacerdotes y religiosos mártires han pagado con su sangre el odio a la fe y a la Iglesia desatado en las terribles persecuciones religiosas de los últimos siglos. Muchos fueron asesinados sencillamente por vestir la sotana. El sacerdote que viste su sotana es para todos un modelo de coherencia con los ideales que profesa, a la vez que honra el cargo que ocupa en la sociedad cristiana.

Tomado de: http://ortodoxiacatolica.org.mx/reflexiones/la-misa-en-latin/

La Misa Tridentina

La misa tridentina es el ritual de la misa que celebra la iglesia Católica, como está descrita en el Misal Romano desde el año 570 hasta 1962.
Lo que extraña es ¿por qué no usan la Misa Tridentina habitualmente?, si fue el rito oficial de la Iglesia Católica, hasta el Concilio Vaticano II, y NUNCA estuvo prohibida.
1) Fue abolida por el Concilio Vaticano II / el Papa Pablo VI.
Primero, la liturgia tradicional del rito romano vigente durante 20 siglos no podría haber sido abolida. Tampoco había caído en desuetudo, porque era el rito más común de la Iglesia latina hasta 1969, dado que los otros están muy vinculados con tradiciones particulares de ciertas regiones. Esto lo acaba de confirmar nuevamente el Papa Benedicto XVI en su Motu Propio Summorum Pontificum.
Segundo, la Bula Quo Primum Tempore, de San Pío V que canoniza la codificación del rito, la autoriza a perpetuidad. Así pues, en el número XII de sus prescripciones dice: “Así pues, que absolutamente a ninguno de los hombres le sea lícito quebrantar ni ir, por temeraria audacia, contra esta página de Nuestro permiso, estatuto, orden, mandato, precepto, concesión, indulto, declaración, voluntad, decreto y prohibición.
“Más si alguien de atreviere a atacar esto, sabrá que ha incurrido en la indignación de Dios omnipotente y de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo.”

2) Fue una reforma del Concilio de Trento y del papa Pío V, equivalente al Vaticano II y al papa Pablo VI
En sentido propio no fue una “reforma”, sino el ordenamiento y la codificación de la tradición litúrgica del rito romano. No se impuso por la fuerza y solo se prohibieron los ritos particulares con menos de 200 años de antigüedad que abundaban bajo el nombre de “galicanos”.
El Vaticano II nunca mandó abolir el rito romano. En la práctica posconciliar se “fabricó un rito nuevo” y la iniciativa, tolerada por el Papa Pablo VI, es verdad, de realizar una prohibición “de facto” nació especialmente del celo antitradicional de Mons. Bugnini. Esta iniciativa tan a contrapelo de la tradición litúrgica motivó muchas objeciones, entre las que destaca el trabajo crítico de los Cardenales Bacci y Ottaviani.
Ya desde un principio el propio Papa Pablo VI vio la necesidad de escuchar el reclamo de los fieles católicos que pedían no se proscribiera de hecho la misa tradicional y también de aclarar muchos errores litúrgicos a los que dicha reforma dio pie.

3) Es una liturgia muy europea, poco apta para misionar o para los pueblos del “tercer mundo”. Es una liturgia restringida a la mentalidad occidental latina.
El rito romano es el más amplio, ecléctico y tradicional de todos los que están en uso en la Santa Iglesia Universal. Ha tomado elementos de todas las tradiciones litúrgicas, por lo cual es la más antigua, la más universal y además, la propia de la Sede universal petrina. Conserva formas de la liturgia griega en esta lengua o en latín, el riquísimo aporte de los salmos del Antiguo Testamento, tanto en el misal como en el oficio divino y el ritual sacramental. Inclusive muchos términos hebreos, como aleluya, amén, sabaoth, hosanna, y otros propios del leccionario.
Por otro lado, merced a la intensa labor misionera en América, Asia y África, es la más difundida en todo el mundo, donde ha sido aceptada sin resistencia.
4) El latín es incomprensible. Aleja a los fieles de la celebración.
El latín es la lengua madre del castellano, francés, rumano, portugués, catalán, italiano, y tiene una fuerte influencia en el inglés y el alemán. Es una lengua con la que todos estamos familiarizados, y usamos muchas veces su léxico creyendo utilizar términos en inglés (super, index, lexicon, & (et), curricula, comfort, media, etc.).
Los misales para fieles, además de ser extraordinarios instrumentos de devoción, hacen imposible que una persona medianamente instruida tenga dificultad para entender los textos de la ceremonia, o su sentido, puesto que las rúbricas no solo son claras, sino que son estables, no cambian a gusto del celebrante.
Tanto la homilía como las lecturas de la epístola y el evangelio se realizan ritualmente en latín y luego se traducen a la lengua vernácula para los que no quieran usar misal.
Usualmente se edita una hoja volante con el propio de cada domingo (introito, colecta, gradual, epístola, evangelio, ofertorio, comunión, secreta, poscomunión…) en los lugares donde actualmente se celebra la misa tridentina. Con una carilla el fiel puede tener a la mano lo que cambia domingo a domingo (el propio) En cambio las partes fijas (el ordinario) rápidamente se aprenden de memoria, precisamente porque son “fijas”. Niños de primera comunión saben estas partes rezadas y hasta cantadas por haberlas oído rezar o cantar, casi sin ningún esfuerzo.
Finalmente, si aleja a los fieles, hemos de remitirnos a los hechos. Las comunidades de misa tradicional crecen a un ritmo muy superior a la media de las de misa nueva. No por nada el Papa la apoya con tanta insistencia su restauración.
5) En la misa tridentina no se puede “participar”.
Primero hay que tener en claro de qué forma puede participar un seglar en la liturgia, conforme a las normas litúrgicas tradicionales.
Fuera del acolitado de los laicos varones o la participación en la schola cantorum, (coro) los seglares no intervienen en la ceremonia liturgica. Participan de los diálogos litúrgicos con el sacerdote, las oraciones, las procesiones, el canto, la comunión… No parece poco. Queda claro que el sacerdocio que habilita a celebrar, leer o predicar es el ministerial, y por lo tanto quienes no formen parte del clero -y según el grado de las órdenes recibidas- no “protagonizan” la liturgia.

Los fieles no administran la comunión, no la reciben en la mano (la Beata Madre Teresa de Calcuta decía que el mayor mal de estos tiempos era recibir la comunión en la mano…). Van a misa a adorar, pedir perdón, ofrecer espiritualmente la oblación junto con el sacerdote, a recibir sacramentalmente a Nuestro Señor Jesucristo, pedir gracias, sufragar con sus oraciones las almas del purgatorio, pedir por los vivos, conmemorar al papa y al obispo. En definitiva a adorar a Dios, santificarse y rezar por la santificación de los fieles y de los que no lo son.


6) Se descuida la enseñanza y el adoctrinamiento de los fieles quitándole importancia a la “liturgia de la palabra”.
La misa no tiene por función adoctrinar a los fieles. Solo una parte de ella se dedica a esto, hoy llamada “liturgia de la palabra” siguiendo la terminología de la nueva teología litúrgica. En el rito tradicional se denomina “misa de los catecúmenos”, es decir, de los que están siendo adoctrinados para recibir el bautismo.
No es posible olvidar la propedéutica litúrgica: primero el sacerdote reza oraciones al pie del altar. Principalmente salmos penitenciales, disponiendo el ánimo a la contrición del alma para poder celebrar los sagrados misterios. Recién cuando se ha hecho este acto penitencial sube el celebrante al altar. La misma disposición deben guardar los fieles. Luego del último acto de contrición (rezo o canto en griego del Kyrie (Kyrie eleison, Christe eleison, Kyrie eleison), tres veces cada frase alternando con los fieles, comienza la partedirigida principalmente a la instrucción en la doctrina, o parte docente propiamente dicha. Lecturas y homilía. Luego se reza la confesión de Fe, Credo, y da comienzo el ofertorio, o misa propiamente dicha. Esta parte se dirige a nuestra fe, convocándonos a la adoración del misterio.
La Iglesia nos invita a disponernos con humildad a la celebración, luego nos instruye, nos invita a confesar la fe y finalmente a contemplar y adorar el misterio de la eucaristía. Muchísimos gestos y oraciones tienen por función implorar a Dios sea propicio y aceptable, por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo y de sus santos, este ofrecimiento.
De modo que no se descuida la doctrina, sino que se gradúa según la importancia que tiene en el acto sacrificial. Otras actividades extralitúrgicas se dedican especialmente a la doctrina. Sin embargo, no perdamos de vista el carácter intrínsecamente didáctico de la liturgia que resume el antiguo apotegma: la ley de la oración es la ley de la fe. Eso que rezamos nos instruye en la Fe porque es lo que creemos.

7) El sacerdote desprecia a la asamblea, da la espalda a los fieles, realiza toda la ceremonia en el presbiterio.
El sacerdote se “orienta”, es decir, mira al oriente, hacia el monte calvario (como los musulmanes miran a La Meca, centro espiritual de su religión). Normalmente la misa debe celebrarse sobre un altar (no una mesa) “orientado”. Este debe ser preferiblemente de piedra y en caso que no pueda hacerse al menos tener el ara o piedra de altar, lugar sobre la cual se realiza la consagración. Esta piedra está tiene dentro reliquias de santos mártires. Los altares son consagrados, porque simbolizan el cuerpo de Cristo. Por eso se los besa, se los incienza y se lo adorna y reverencia. Cuando el Santísmo está en el sagrario, se hace una genuflexión al pasar frente a él. Pero aún cuando no lo está, se hace una reverencia profunda ante el altar, porque es un lugar sagrado.
En medio del altar está el Sagrario, lugar de reserva de la Sagrada Eucaristía para su adoración y administración a los fieles. Es el sancta sanctorum, que viene de la tradición hebrea, el lugar donde solo tiene acceso el sacerdote. En la liturgia oriental esta reserva es mucho mayor, llegando a cerrar el altar detrás de puertas (iconostasio) que solo se abren durante la consagración.
Por el costado derecho del altar (lado del evangelio) una lámpara votiva que se alimenta de aceite arde en honor a Cristo y señala su presencia. Cuando el sagrario está cerrado y las sagradas formas no están expuestas, debe realizarse una genuflexión simple al pasar frente a él. Cuando está expuesto, ambas rodillas se doblan y se hace una reverencia profunda. Por eso también se persigna el católico al pasar frente a una iglesia, para dar señal de reverencia a Cristo sacramentado.
El altar está como mínimo a tres gradas sobre el nivel de los fieles, simbolizando el Gólgota y a la vez la jerarquía del cuerpo místico cuya Cabeza es Cristo mismo. Al altar sigue el presbiterio, es decir, el lugar de los clérigos o de los consagrados al servicio del altar. Durante la liturgia, salvo el acolitado de los varones laicos, ningún otro seglar tiene función alguna.
De modo que los fieles no son los protagonistas puesto que no se trata de una conferencia, o reunión social, sino de un rito de adoración celebrado por el sacerdote, que es otro Cristo, pontífice entre Dios y los hombres. Pero en la “misa de los catecúmenos” o cuando el rito impone saludar, bendecir, absolver, o dirigirse a los asistentes por medio de una homilía, etc. el sacerdote mira al pueblo fiel. La liturgia es una escuela de cortesía, jamás se dirige el sacerdote a los fieles sin mirarlos.

8) Las mujeres se ven forzadas a usar un velo en señal de sumisión.
El uso del velo en el templo es mandato apostólico de San Pablo a la mujer. El apóstol de las gentes, que ha atestiguado muchas tradiciones litúrgicas, dice en su epístola primera a los Corintios, “Quiero que sepáis que Cristo es la cabeza del varón como el varón es la cabeza de la mujer y Dios lo es de Cristo. … Por lo tanto, debe la mujer traer sobre la cabeza la divisa de la sujeción a la potestad, por respeto a los santos ángeles”. (I Cor, 11, 4 y 10). Esta divisa es un velo, que en la tradición hispana ha dado lugar a la creación de magníficas mantillas, muy apreciadas por su belleza y arte. De hecho la tradición se mantiene en los trajes de bodas de las novias.

9) Solo se puede comulgar de rodillas y en la boca, no de pie ni en la mano.
Recordemos que en el Santísimo Sacramento está realmente presente el cuerpo, sangre, alma y divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Hay presencia real.
El modo de recibir la comunión es variable según los ritos. El romano tradicional lo ha establecido de rodillas, bajo la especie del pan (ácimo) en forma de delgada lámina para minimizar el riesgo de que las partículas caigan ya fin de que se facilite la manducación.
Por ese mismo motivo el sacerdote que ha consagrado mantiene los dedos índice y pulgar de la mano derecha juntos hasta la purificación posterior a la comunión de los fieles: para evitar que partículas de la forma consagrada caigan. Y por eso se coloca una patena o bandeja bajo el mentón del fiel al comulgar, a fin de recoger las partículas, en cada una de las cuales está entero el sacramento.
La comunión en la mano fue impuesta por la fuerza y luego indultada para Holanda, donde se comenzó la práctica ilegal, por Paulo VI. Finalmente, de un modo irregular se impuso en muchos lugares donde no era ni requerida ni practicada. Hoy, curiosamente, en numerosas iglesias “prohiben” comulgar de rodillas y en la boca, cuando esto es lo que manda y recomienda la Iglesia.
10) No se concelebra, desdeñando un signo de unidad y caridad entre el clero y los gestos de amor fraterno. Celebran misas privadas sin fieles
En el rito tradicional no se concelebra salvo en las ordenaciones presbiteriales o en las consagraciones episcopales. Cuando dos o más sacerdotes concelebran, solo se celebra una misa. La concelebración reduce el número de misas, las que, sean ya privadas o públicas, siempre tienen un valor infinito. ¿Hay mayor caridad que ofrecer el Santo Sacrificio? ¿Para que pide el Señor obreros en su mies, sino principalmente para ofrecer el Santo Sacrificio?
El acólito representa al pueblo fiel. En la misa privada, el diálogo ocurre entre el sacerdote y el pueblo, significado por el acólico. Los fieles siempre están presentes de un modo espiritual.
Hay infinidad de signos rituales de caridad que se observan dentro de la sobriedad del rito. Por ejemplo, el saludo de paz, que viene de la tradición hebrea, se significa con una reverencia en que se juntan la cabezas de los clérigos mientras acercan sus manos a los hombros del saludado. El que comienza la ceremonia es el celebrante (no mero presidente) quien recibe la paz de Cristo mismo, a quien representa y en cuyo nombre la hace descender jerárquicamente a su diácono, subdiácono y clero y fieles.
Por el contrario, los usos del rito moderno nos privan de muchas gracias: las bendiciones que los sacerdotes reiteradamente dirigen al pueblo durante la ceremonia. El “asperges” de las misas solemnes, donde el celebrante asperja con agua bendita a los fieles y al clero. La doble absolución (no sacramental) del sacerdote a los fieles después del sendos actos de contrición. La solemne bendición final. Las oraciones indulgenciadas que siguen a la misa cuando estas son rezadas.
Tomado de: http://ortodoxiacatolica.org.mx/reflexiones/diez-objeciones-a-la-misa-tradicional/ y http://radiocristiandad.wordpress.com/con-las-que-los-modernistas-intentaron-destruir-la-tradicion/