jueves, 17 de agosto de 2017

Continuidad y Cambio en la Liturgia



Es un dato histórico el que la liturgia va cambiando y se desarrolla a través del tiempo. Normalmente lo hace lentamente, absorbiendo, en un proceso orgánico, las influencias que la rodean. Lo más frecuente es que a la liturgia se le añadan elementos, que la hacen crecer, expandirse, como cualquier planta o animal que crece hacia su madurez. Son menos frecuentes las ocasiones en que necesita podas, lo cual se hace, siempre, en forma cuidadosa y conservadora, por respeto hacia la calidad del crecimiento que ha tenido lugar con anterioridad.

Tal como cualquier organismo vivo alcanza un punto de madurez, luego del cual ya no sigue creciendo sino que se protege a sí mismo y reproduce su especie, así también, de modo análogo, se puede esperar que la liturgia se desarrolle más ampliamente en los primeros momentos, en su infancia, y que su ritmo de crecimiento disminuya radicalmente a medida que va alcanzando la perfección de su forma, la plenitud del ritual, del texto, de la música y del significado. Así, la liturgia se desarrolló más en los primeros 500 años de la historia de la Iglesia que en los 500 años siguientes, y durante el primer milenio más que durante el segundo milenio. Es un hecho que, al menos antes de mediados del siglo XX, el ritmo de los cambios litúrgicos disminuyó a medida que las formas heredadas adquirieron mayor coherencia y plenitud. Después de cierto momento, el cambio corresponde más a aspectos accidentales o accesorios, tales como el tipo de corte de una casulla o el diseño de un candelabro, que a cosas como lo que se hace y lo que se dice.

Por otra parte, dado que la naturaleza del hombre no cambia jamás y que tampoco lo hace el sacrificio de Cristo –o sea, dado que no cambian ni el hombre, para quien se crea la liturgia, ni Cristo, cuya digna alabanza y cuyo sacrificio la liturgia hace presente para nosotros y de las que nos permite participar-, uno podría preguntarse qué es lo que debiera desarrollarse en la liturgia y por qué. Por de pronto, no se puede decir que hubiera algo inherentemente erróneo en las liturgias apostólicas de la Iglesia primitiva, de tal modo que fueran defectuosas hasta que recibieron aumento y amplificación con el paso del tiempo. Sin embargo, en la medida en que se trata de una actividad humana, la liturgia no nos cae del cielo ya hecha, sino que se va armando lentamente a través de los siglos por obra de monjes, papas y otros santos que recibieron el privilegio de un saborear, en la experiencia, la belleza de Dios, de un contacto vivo con la gloria divina oculta bajo los velos sacramentales. Aunque el culto público no puede ser reducido a un mero artefacto o constructo, él es modelado y regulado por ser humanos que cooperan con un instinto de santidad y adecuación formal divinamente implantado en ellos.

La esencia de la liturgia estuvo presente desde el principio, tal como la encina lo está en la bellota, pero Dios quiso que la plenitud de su expresión, la riqueza de su significado y su belleza, se desplegaran a lo largo de muchos siglos ante la mirada del cristiano, hasta que éste pudo contemplar el árbol en toda su gloria y majestad y gustar abundantemente de la dulzura de sus frutos. No fue una necesidad el que la liturgia se desarrollara, pero fue supremamente conveniente que lo hiciera, y el Espíritu Santo, con sus alas brillantes, planeó sobre este desarrollo a medida que conducía a la Iglesia hasta la plenitud de la verdad. Recordemos las palabras de Cristo: “En verdad, en verdad os digo, quien cree en Mí, hará las obras que yo hago, y las hará aun mayores, porque Yo me voy al Padre” (Jn. 14, 22).

Si tiene sentido esto de que el desarrollo procede de los santos y el que se desacelera con el tiempo, ¿no sería acaso imposible para la Iglesia cambiar jamás legítimamente su liturgia de modo radical? Porque hacer tal cosa implicaría un juicio negativo sobre esas “obras mayores” a que se refiere Jesús, una especie de blasfemia contra el Espíritu Santo, porque querría decir que no fue en nombre de Cristo, sino de Beelzebub, que la Iglesia estableció su liturgia a través de los siglos (cf. Pío XII, Mediator Dei, nn. 50, 59, 61). Así, pues aunque el desarrollo es natural y bueno, cierto tipo de desarrollo –o sea, el que significa una tajante discontinuidad- sería necesariamente malo, una corrupción o desviación más que un florecimiento de una realidad orgánica.

Leí una vez un ensayo que planteaba que la razón por la que la liturgia debe cambiar con cada generación es que la existencia del ser humano es la de un peregrino o “viator”. El autor, perteneciente a la escuela de la “Reforma de la Reforma”, trataba de explicar cómo era posible que hubiera lugar para algo tan drásticamente diferente como el Novus Ordo, sosteniendo, al mismo tiempo, lo valioso que era mantener disponible el Usus Antiquior, tal como lo estipula el motu proprio Summorum Pontificum. La solución propuesta implicaba sostener que ciertos hombres modernos necesitaban una liturgia más moderna, en tanto que otros no, y se sentían satisfechos con una más antigua.

Sin embargo, el hecho de que el ser humano sea un peregrino es irrelevante para la cuestión de si la liturgia, como tal, debiera cambiar. Después de todo, el hombre no cambia jamás; es siempre un determinado tipo de ser, con ciertas capacidades que necesitan de ciertas cosas para alcanzar su perfección. Una liturgia llena de fuerza tanto divina como humana le vendrá siempre bien a este peregrino. Ni el Salvador cambia, ni tampoco el Sacrificio por el cual la salvación fue (y es) llevada a cabo. Un tipo diferente de liturgia, si se lo modelara, convendría sólo a un tipo diferente de hombre. Para que fuera permitido emprender una alteración litúrgica radical sería necesario no sólo que ocurriera un cambio sustancial en el ser humano –algo que pasa todo el tiempo, cada vez que tiene lugar una concepción o una muerte- sino un cambio esencial, la emergencia de una especie nueva, junto con la llegada de un nuevo Salvador y de un nuevo Sacrificio. Después de todo, hay una Cristología latente en cada acto de culto, en todo rito, expresión o música.

Ciertamente, la liturgia es una acción transitoria, pero su origen, significado y finalidad son permanentes: es un acontecimiento temporal dotado de una naturaleza permanente –y, en tal sentido, viene a ser como el hombre mismo, quien claramente nace y cambia a través de su vida, no obstante lo cual tiene la misma alma inmortal que le da una identidad singular y perpetua. El desarrollo espiritual de un individuo tiene lugar al interior de una liturgia que no cambia -y gracias a ella-, la cual le sirve como punto de apoyo para su elevación, como centro para sus modificaciones, como foco para su siempre cambiante mirada.

Peter Kwasniewski, Ph.D., es profesor de filosofía y teología del Wyoming Catholic College, Wyoming, EE.UU.

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