El
arte de la celebración y el culto eucarístico fuera de la Misa
Mauro Gagliardi
Eminencias
y Excelencias Reverendísimas; Reverendísimos Presbíteros, Diáconos, Religiosos
y Religiosas; Señores y Señoras; Queridos Amigos todos.
Agradezco de todo
corazón a Su Excelencia Reverendísima, Mons. José Antonio Eguren Anselmi,
Arzobispo Metropolitano de Piura y Tumbes por la invitación que me ha hecho
para participar como ponente en este prestigioso Congreso Teológico, que tiene
lugar en el contexto del Décimo Congreso Nacional Eucarístico y Mariano, que se
celebra aquí en Piura, con ocasión de los setenta y cinco años de la creación
de la Arquidiócesis de Piura y Tumbes. El Señor Arzobispo me pidió que hablara
sobre el tema: «El Arte de la Celebración y el Culto Eucarístico fuera de la
Misa».
Hace más o menos un
año, tuve la oportunidad de escuchar la grabación de una ponencia del
renombrado conferencista católico Matthew Kelly, sobre el tema «Los siete
pilares de la espiritualidad católica»[1]. En su ponencia, el conferenciante
empieza hablando de la grandeza de la historia de la Iglesia, de todo el bien
que ella ha hecho y sigue haciendo en el mundo. Luego, habla de los tiempos
difíciles que viven los católicos hoy (él se refiere en particular a los de los
Estados Unidos): dice que hoy el único prejuicio admisible es el anticatólico:
si hablas en contra del aborto o del matrimonio homosexual, o si dices que los
animales son menos importantes que el ser humano, te contestan duramente. Pero,
si hablas contra la Iglesia Católica, te alaban y te facilitan el ascenso en tu
carrera. Kelly hace también referencia a los gravísimos escándalos de los
sacerdotes, que representan una herida casi incurable, sobre todo para los
católicos de Norteamérica. Sin embargo, continúa el conferenciante, todo esto
no es lo peor; estas son consecuencias, no la razón de la crisis y de la
persecución que sufre la Iglesia hoy. Según su parecer, la razón es otra, o
sea: que si fuéramos por las calles entrevistando personas y pidiendo que nos
describan al católico promedio con cinco palabras, muy poca gente −según su
opinión− contestaría a la pregunta diciendo: los católicos son «hombres de
oración»; o: los católicos son «hombres muy espirituales». Y concluye Matthew
Kelly: ya no somos considerados personas espirituales, hombres y mujeres de
oración. La Iglesia es considerada una institución política; una institución
que hace obras sociales; una institución financiera; pero no un grupo de
personas espirituales. Por eso dice que es absolutamente necesario retomar esta
actitud esencial para todo cristiano, de rezar y de cultivar la vida
espiritual. Su conclusión coincide con lo que recuerda el Papa Francisco: «La
Iglesia necesita imperiosamente el pulmón de la oración»[2].
El cristianismo es
muchas cosas, pero antes que nada es fe, y entonces es diálogo con Dios,
aceptación del contenido de su revelación y de su gracia salvífica. Esto se
puede resumir con la palabra contemplación o, quizás mejor aún, con la palabra
adoración. Esencialmente, el cristianismo es la adoración −litúrgica, orante y
ética− del único y verdadero Dios: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Este
culto divino glorifica a Dios y santifica al hombre. El estilo cristiano,
entonces, es antes que nada, el estilo de una vida llena de oración, de visión
transcendente, de inspiración sobrenatural. En el lenguaje clásico, se puede
llamar «espíritu de unción». La unción es la característica más evidente de un
alma que está llena de la gracia de Dios. Todos los santos han tenido espíritu
de unción. Nunca existió, ni puede existir, un santo, o simplemente un buen
cristiano, que sea indiferente hacia las cosas de Dios, o hasta irreverente.
Esta unción se puede llamar también piedad (en latín pietas). Por esta
piedad, un cristiano es una persona piadosa, en el mejor sentido del término:
es una persona pía y devota, otra vez en el mejor sentido que estas palabras
transmiten. Modelo perfectísimo de esta santa piedad es la Virgen María, a la
cual no acaso se le invoca en las letanías lauretanas, como Vaso insigne
de devoción. María se parangona a un vaso preciosísimo que está
sobreabundantemente repleto de devoción. En este modelo altísimo e inalcanzable
debemos inspirarnos.
Ahora, una de las
formas principales de unción y devoción católica, si no la principal en
absoluto, ha sido siempre la devoción eucarística. Todos los santos han amado
inmensamente la Santísima Eucaristía. ¿Cómo olvidar al más grande de los
Teólogos, el Doctor de los doctores, santo Tomás de Aquino, el cual rezaba
durante horas frente al altar de la iglesia conventual y que, después de
celebrar su Misa cada mañana, por devoción y por agradecimiento a la Sagrada
Comunión, acolitaba una segunda Misa, celebrada por otro hermano sacerdote de
su Orden religiosa? Sus biografías relatan que una vez se vio al Santo abrir la
puerta del Tabernáculo e introducir su cabeza, pidiendo luz intelectual a
Cristo eucarístico, frente a un complicado problema teológico que no llegaba a
solucionar.
En nuestros días, por
el contrario, muchas veces nosotros los católicos −y a veces especialmente
nosotros los teólogos− nos avergonzamos de ser hombres de fe, de oración, de
devoción. No debe ser así. Nos ayuda el ejemplo del Papa Francisco, que sin
vergüenza alguna, como es justo, aún siendo el Sumo Pontífice, muestra clara y
públicamente su devoción hacia la Virgen, San José y los demás santos, también
besando sus reliquias y sus imágenes.
Pero preguntémonos
también: ¿qué significa devoción? Queremos ser devotos en una manera justa,
correcta, sana −porque es verdad que existen formas incorrectas de devoción−.
Devoción significa consagrarse a Dios. El término viene del latín devovere,
que significa precisamente consagrar. Leemos al respecto un texto del mismo
Santo Tomás, que escribe: «La palabra devoción proviene de la forma
verbal devovere[consagrar]; de ahí que se llamen devotos a quienes de
alguna manera se ofrecen en sacrificio a Dios para estar del todo sometidos a
Él. […] Según esto, la devoción, al parecer, no es otra cosa que una voluntad
propia de entregarse a todo lo que pertenece al servicio de Dios»[3].
De este texto
aprendemos que la devoción es principalmente algo de la voluntad y del
intelecto, o sea del alma. Para vivir una correcta devoción, se tiene que
partir del corazón y volver siempre a él: es devoto aquel ser humano que −como
manda Jesús− reconoce como el primero y más grande de los mandamientos el
siguiente: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y
con todo tu espíritu» (Mt 22,37). Estas palabras del Divino Maestro significan
que debemos amar a Dios con todo nuestro ser. En nuestra naturaleza humana, el
elemento más alto y noble es el alma racional. Entonces es obvio que la primera
y más perfecta forma de amor y de adoración es la del alma. Sin embargo, los
cristianos no nos olvidamos que hace parte constitutiva de nuestra naturaleza
también el cuerpo. Los hombres no hemos sido creados como puros espíritus, como
los ángeles. Nuestra naturaleza propia es la de seres intermedios entre la pura
espiritualidad angelical, y la simple materialidad de las creaturas inferiores.
Nosotros somos alma y cuerpo. Por eso, cuando Cristo nos manda amar a Dios con
todo nuestro ser, primero consideramos la adoración espiritual, del alma. Y
luego también la del cuerpo[4].
En el siglo XX ha
sido sobre todo el gran pensador Romano Guardini quien, en sus escritos
litúrgicos, nos ha recordado que la liturgia es una celebración del hombre
completo y no solo de su alma. Por esto Guardini ha escrito tanto sobre el
verdadero espíritu de la liturgia como sobre los signos sagrados[5]. La
adoración de Dios, en la liturgia y en los demás momentos de la vida cristiana,
se realiza sea en el alma que a través del cuerpo, cada uno a su manera. El
alma adora con actos espirituales: actos de intelecto, de voluntad, de
responsabilidad, de conciencia, etc.; el cuerpo adora articulando la voz en
palabras y cantos, con gestos, movimientos, y utilizando signos. Y debe haber
correspondencia entre alma y cuerpo.
Es el mismo Señor
Jesús quien nos ha enseñado todo esto. Les propongo unos pocos ejemplos:
durante la última cena, Jesús, antes que nada, expresa el amor que tiene en su
alma humana por los discípulos, no solo hablándoles, sino cumpliendo también un
gesto visible: lavar los pies. Luego, en la institución de la Eucaristía, el
Maestro ata su presencia y su sacrificio a los signos materiales del pan y vino
y a las palabras de la consagración. Acabada la cena, el Señor, antes de salir
del cenáculo, reza la llamada «oración sacerdotal». El evangelista San Juan
describe el inicio de la oración así: «Jesús levantó los ojos al cielo,
diciendo: “Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo para que el Hijo te
glorifique a ti”» (Jn 17,1). Al empezar su oración al Padre, Jesús no solo
dirige su alma humana hacia Él, sino que hace corresponder al movimiento
interior de su espíritu el movimiento de sus ojos. Como bien se sabe, la
liturgia romana ha retomado este gesto y lo ha puesto en el Canon Romano, o
Plegaria Eucarística I, en la cual la rúbrica prescribe al sacerdote que
levante sus ojos al cielo. Jesús, entonces, nos ha enseñado que alma y cuerpo
rezan y adoran juntos, expresando una misma adoración cada uno con sus actos
propios. Esta correspondencia Jesús la confirma también en dos pasajes evangélicos
donde reprocha a quien no hace corresponder el gesto a lo que tiene en su
corazón.
Un primer texto se
encuentra en el capítulo 7 de San Lucas. Un fariseo invita Jesús a comer. Jesús
entra en su casa y se sienta a la mesa. Llega una pecadora que se pone a llorar
a sus pies, bañándolos con lágrimas y secándolos con sus cabellos; además los
ungía con perfume. El fariseo se escandaliza porqué era una pecadora la que
tocaba el Maestro, pero Jesús le dice: «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y
tú no derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas
y los secó con sus cabellos. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que
entré, no cesó de besar mis pies. Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume
sobre mis pies. Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le han
sido perdonados porque ha demostrado mucho amor» (Lc 7,44–47). El amor de su
corazón, el arrepentimiento de su alma la pecadora lo ha demostrado: ¿y cómo?
Poniendo gestos corporales correspondientes: llorar, besar, ungir. En cambio,
el fariseo quizás piensa que ama a Jesús, al menos tiene la intención de
amarlo, pero Jesús le dice que la intención interior debe hacerse también gesto
adecuado. Y nótese: no basta que el fariseo le haya preparado al Maestro una
mesa, un banquete. Jesús quiere más que un banquete. Quiere que durante la
comida haya signos de reconocimiento de su Majestad y de su rol de Mediador
salvífico: sería interesante hacer alguna aplicación de este principio a
nuestras celebraciones litúrgicas.
El segundo texto es
el del arresto de Jesús en Getsemaní. El Iscariote, guiando las tropas, indica
quién es Jesús besándolo. Y el Maestro le reprende severamente: «Judas, ¿con un
beso entregas al Hijo del hombre?» (Lc 22,48). El beso es signo de amistad y de
amor, no de traición. Jesús quiere que expresamos sinceramente en el cuerpo lo
que tenemos en el alma.
Todo esto el
cristiano debe vivirlo en su espiritualidad, o sea en la sagrada liturgia, en
la oración, en la devoción, en la vida moral. Concentrémonos en nuestro tema,
esto es, la liturgia y la devoción eucarísticas. Permítaseme ahora invertir el
orden de exposición del título, empezando por el culto eucarístico fuera de la
Misa, para luego pasar al ars celebrandi.
El culto eucarístico
fuera de la Misa es parte muy importante de la espiritualidad católica. Este
culto ha tenido efectos de gran transcendencia en el camino de santificación de
la gran mayoría de los católicos, desde los tiempos más antiguos. Como es
obvio, este culto ha crecido y se ha perfeccionado a través de los siglos; aún
así, siempre, hasta en los primeros siglos cristianos, ha habido formas de
culto eucarístico. Lamentablemente, este culto tan precioso e importante ha
sido cuestionado por algunos teólogos y liturgistas, desde los años sesenta
hasta el presente. Entonces, se creó un eslogan que decía: «La Eucaristía ha
sido instituida para ser comida, y no mirada». El sentido es que la única
relación correcta con la Hostia sagrada sería el recibirla en la Comunión
sacramental, mientras que adorarla mirándola en la custodia no sería algo
correcto y provechoso para la fe. A esto ha respondido el Magisterio eclesial
en muchas ocasiones. Basta con recordar los números 66 al 69 de la
Exhortación Sacramentum Caritatis, del Papa Benedicto XVI. Ahí el Sumo
Pontífice escribe sobre la adoración y la piedad eucarísticas y dice que existe
una relación intrínseca entre la celebración de la Misa y la adoración. El Papa
retoma una magnífica expresión de San Agustín, que dice: «nemo autem illam
carnem manducat, nisi prius adoraverit; […] peccemus non adorando −Nadie
come de esta carne sin antes adorarla […], pecaríamos si no la adoráramos»[6].
Este criterio nos dice que hay que acercarse al Cuerpo eucarístico de Cristo no
solo, como es claro, adorándolo cuando lo recibimos en la Sagrada Comunión;
sino también adorándolo antes y después de la Misa. La Iglesia, por esta razón,
ha publicado un libro litúrgico oficial, que regula las formas comunitarias del
culto a la Eucaristía fuera de la Misa[7]. El número 5 de lospraenotanda de
ese libro recuerda que en origen se empezó a custodiar la Sagrada Hostia
después de la Misa para administrar el Viático. Sin embargo, esto «ha
introducido la laudable costumbre de adorar este manjar del cielo conservado en
las iglesias. Este culto de adoración se basa en una razón muy sólida y firme;
sobre todo porque a la fe en la presencia real del Señor le es connatural su
manifestación externa y pública». En su libro litúrgico oficial, la Iglesia
enseña que el culto a la Eucaristía fuera de la Misa es costumbre laudable, que
se basa en una razón sólida y firme: la presencia real de Cristo en las
especies consagradas.
Esta afirmación es de
gran importancia: adorar significa reconocer la real presencia de Cristo Jesús;
es tener, en la fe, la percepción de su presencia. El culto eucarístico fuera
de la Misa, tanto en sus formas individuales cuanto comunitarias, tiene el fin
de glorificar a Cristo Dios, realmente presente en nuestros Tabernáculos; de
hablar con Él, de rogar y obtener gracias de su Majestad divina y humana. La
adoración crea un círculo virtuoso con la fe en la presencia real de Cristo: en
efecto, la adoración se fundamenta y parte de esta fe; pero al mismo tiempo la
alimenta y fortifica. La adoración ha nacido y se ha desarrollado en la
historia como consecuencia de nuestra firme fe en la presencia real
eucarística. Por otro lado, en todos los siglos la adoración ha constituido
como un baluarte de esta fe. Más adoramos a Cristo eucarístico, más seguiremos
percibiendo su real presencia en la sagrada Hostia. La fe en la presencia real
no es, como algunos teólogos han dicho, una concepción estática del Sacramento[8].
Al contrario: creer que Jesucristo está en la sagrada Hostia «verdadera, real y
substancialmente»[9] alimenta el diálogo orante con el Señor. Y esto no lo
comprenden solo los teólogos: cada cristiano puede hacerlo. Es bien conocido lo
que se cuenta en la vida del Santo Cura de Ars. En su parroquia había un
campesino que todos los días se quedaba largo rato frente al Tabernáculo. Una
vez el Santo le preguntó de qué le hablaba al Señor, qué cosa le decía para
ocupar el tiempo que se quedaba allí. Y el campesino le contestó: nada, señor
párroco: Yo lo miro y Él me mira[10]. ¡Así habla quien tiene un corazón
creyente; así habla quien percibe la real presencia eucarística de Cristo
Jesús!
Hay muchas maneras de
cultivar esta sana devoción eucarística: desde los congresos eucarísticos, a la
adoración comunitaria y solemne, a las visitas personales que, aunque fueran
muy breves, deberían ser cotidianas. Y como la fe interior se expresa también
en el cuerpo, nuestra adoración debe manifestarse visiblemente al menos en dos
formas: solemnizando adecuadamente el acto de adoración a Cristo eucarístico,
con todos los signos que nos transmiten el sentido de su Majestad; y, segundo,
con gestos corporales, que manifiestan la adoración interior: la genuflexión,
estar de rodillas, guardar silencio en la iglesia…[11] Sobre el primer aspecto
volveré pronto, hablando delars celebrandi. Con relación al segundo, cito un
pasaje de una carta que escribió San Pío de Pietrelcina a una de sus hijas
espirituales. Escribe el Santo: «Entra en la iglesia en silencio y con gran
respeto, teniéndote y sintiéndote indigna de comparecer ante la Majestad de
Dios […]. Luego toma el agua bendita y haz, bien y despacio, el signo de
nuestra redención. Apenas te encuentres a la vista del Dios sacramentado, haz
devotamente la genuflexión. Cuando hayas llegado a tu sitio, arrodíllate y
rinde a Jesús sacramentado el homenaje de tus oraciones y tu adoración. Confía
a Él todas tus necesidades y las de los demás, háblale con abandono filial,
suelta tu corazón y déjale total libertad para hacer contigo como mejor le
plazca […]. Al asistir a la Santa Misa y las funciones sagradas, ten mucha
gravedad al ponerte de pie, al arrodillarte y sentarte, y haz todo acto
religioso con la mayor devoción. Sé modesta en mirar, no vuelvas tu cabeza de
aquí para allá para ver quién entra y quién sale; no te rías, por respeto al
lugar sagrado y también por respeto de quien esté a tu lado; cuida de no decir
ni una palabra a nadie, salvo si la caridad o una necesidad estricta lo
requiere»[12].
Esta actitud
reverente contribuye a sembrar y a hacer crecer en nosotros lo que San Juan
Pablo II, en su Encíclica Ecclesia de Eucharistia, llamaba el «asombro
eucarístico». En el número 6 del documento, el Santo Pontífice escribía que lo
que se proponía al publicar la Encíclica era exactamente «suscitar este
“asombro” eucarístico». Y continuaba: «Contemplar el rostro de Cristo, y
contemplarlo con María, es el “programa” que he indicado a la Iglesia en el
alba del tercer milenio, invitándola a remar mar adentro en las aguas de la
historia con el entusiasmo de la nueva evangelización». Donde el texto español
traduce «suscitar», el original latino dicerursus excitare, que significa
«despertar de nuevo». La idea implícita en esta expresión es que el asombro
eucarístico no está muerto, porque si así fuese, sería imposible volverlo a
despertar. Pero el asombro eucarístico está en la Iglesia, al menos en varios
lugares, como dormido. Es lo que decíamos al inicio: ya muchos no nos
consideran hombres y mujeres de oración, de adoración. Esto porque muchos
cristianos ya no rezan ni adoran, o lo hacen muy poco y siempre cuidando estar
bien escondidos: ¡que nadie sepa! ¡que nadie vea! ¡No hay, sin embargo, que
avergonzarse de Cristo y de nuestra fe en Él!
Todo lo dicho es
preciso también para entender y actuar una correcta ars celebrandi. Como
dice la expresión, se trata del arte del bien celebrar. Habitualmente, al
utilizar estas palabras, muchos se detienen solo en la segunda: celebrar, que
−como es claro− también es importante. Parece, sin embargo, que no se
reflexiona con igual amplitud sobre la primera: celebrar la liturgia es un
arte. El Diccionario de la Real Academia Española presenta nueve definiciones
de la palabra «arte». Entre ellas hay las dos siguientes: «Virtud, disposición
y habilidad para hacer algo»; y: «Conjunto de preceptos y reglas necesarios
para hacer bien algo»[13]. Se entiende que el arte no es simplemente algo
espontáneo o que pueda hacer cualquier persona sin preparación. Primero, se
necesita talento, inclinación, al menos capacidad; pero esto en sí no es
suficiente. Miguel Ángel, Leonardo, Bernini, Mozart, Bach… todos tenían talento
para pintar, esculpir, componer y tocar, pero si llegaron a ser los inmortales
artistas que son, es porque al talento añadieron un largo, intenso y apasionado
trabajo de estudio y ejercicio. Solo así es posible pasar del interés o del
talento para algo, al tener arte, a ser artista. ¡Cuánto estudio, trabajo,
sacrificio se necesita para ser un verdadero artista! Y esto es verdad también
para la celebración litúrgica, si hay que celebrarla con arte. Este es un
primer aspecto del concepto de arte: arte es el fruto de un talento cultivado,
ejercitado.
En segundo lugar, la
Real Academia nos dice que arte es también un conjunto de preceptos y reglas
necesarios para hacer algo bien. En efecto, no es suficiente ejercitarse: se
necesita seguir reglas en el ejercicio. Las reglas de la música para Mozart;
los cánones artísticos para Bernini; y las reglas de una disciplina deportiva
para llegar a ser un gran atleta. El talento no se ejerce de acuerdo al
arbitrio subjetivo, sino siguiendo los cánones objetivos y los establecidos. Y
esto es verdad también en la liturgia, por la cual la Madre Iglesia establece
leyes y rúbricas, que nos ofrecen los cánones y hasta los detalles de la
celebración bien hecha, de la celebración hecha con arte. Este es un aspecto
fundamental del ars celebrandi: no hay arte de la celebración si cada cual
hace lo que le parece. Se necesita, en cambio, uniformarse a la regla común.
Así lo expresa, por ejemplo, la Institución General del Misal Romano, que
en el número 42 afirma: «Los gestos y posturas corporales tanto del sacerdote,
de los diáconos y los demás ministros, como del pueblo, deben realizarse de
modo que toda la celebración brille por el decoro y una noble sencillez, se
perciba el verdadero y pleno significado de sus diversas partes, y se favorezca
la participación de todos. Por tanto, habrá que atenerse a lo que establece
esta Institución general y la praxis tradicional del Rito romano, y a lo que
contribuya, más que a la inclinación personal o al arbitrio, al bien común
espiritual del pueblo de Dios. La uniformidad de las posturas observada por
todos los participantes es signo de la comunión y unidad de la asamblea, pues
expresa y fomenta la comunión de espíritu y sentimiento de los
participantes»[14]. Más brevemente, y con mayor autoridad, manda el Concilio
Vaticano II: «Nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna
por iniciativa propia en la Liturgia»[15].
Se verifica aquí la
misma regla que se observaba al respecto de la devoción: interioridad y
exterioridad del hombre deben ser conformes. Si el alma quiere celebrar con
arte, el cuerpo debe someterse a la regla del arte. No se celebra con arte solo
de manera interior y espiritual, sino también externa y visible[16]. Otro
aspecto es la eclesialidad: si con todo nuestro corazón estamos en la Iglesia,
y queremos seguir siendo hijos obedientes de nuestra Santa Madre, también tenemos
que seguir lo que ella prescribe, y esto particularmente en el culto divino,
sobre todo en la Eucaristía, que es «fuente y cumbre de toda la
evangelización»[17].
Entonces, para
celebrar con arte, hay primero que conocer; mejor aún: estudiar las leyes
litúrgicas y las rúbricas. La base del ars celebrandi consiste en
entender lo que se hace y saber cómo se hace[18]. Esto es verdad sobre todo
para los diáconos, presbíteros y obispos. Los ministros ordenados deben ser
maestros no solo en la fe, sino también en el culto. No basta con tener la
intención de celebrar bien: hay que conocer y actuar coherentemente. Si se
permite el ejemplo, nadie se encomienda a un abogado que no ha estudiado bien
el código civil. No basta, en efecto, su buena voluntad, su buena intención de
asistirnos durante un proceso, si no es un buen experto en su ámbito. A veces
parece que algunos pretenden celebrar Misa sin haber leído nunca los praenotanda y
las rúbricas del Misal[19]. Esto no puede ser. Se necesita formación en el seminario,
también formación práctica junto con la teológica. Pero se necesita también que
todos nosotros −sacerdotes especialmente, pero laicos también− hagamos lo
posible para repetir lo que ya sabemos, pero podemos olvidar; para profundizar
mejor lo ya conocido; y también para adquirir nuevos conocimientos.
Instrumentos para esto hoy no faltan: es necesario elegir los buenos.
Es tarea del ars
celebrandi que ella nos ayude a percibir la presencia de Dios en el culto.
Para esto, los signos y gestos de la liturgia deben ser adecuados,
correspondientes a la Majestad de Dios. Benedicto XVI nos ha hablado sobre la
belleza de la liturgia, que no es algo añadido, desde afuera, al rito, ni es un
estéril estetismo. La belleza es carácter propio de la acción sagrada, y esta
belleza mana de Cristo, que se hace presente en la liturgia eclesial y la guía
como Sumo y Eterno Sacerdote[20]. Los signos litúrgicos, por consiguiente,
deben ser muy bellos, bien cuidados y preparados. Esto ayuda a sacerdotes y
fieles a rezar bien. Es bien conocida la enseñanza de la Constitución Sacrosanctum
Concilium cuando afirma: «Los ritos deben resplandecer con noble
sencillez»[21]. El texto original latín dice: Ritus nobili simplicitate
fulgeant. Muchos, al comentar estas palabras, se detienen en el término
«sencillez», en latín simplicitas, casi olvidando los otros dos. Así
llegan a decir que el Concilio mandó que todo sea muy simple, hasta muy pobre
en la liturgia: que no se gasten muchos esfuerzos, tiempo y sobre todo recursos
económicos para el culto de Dios. Pero esta interpretación, ¿cómo se armoniza
con el concepto de ars celebrandi? Además, esta olvida que el Concilio no
habla solo de sencillez, sino de una sencillez noble y que debe resplandecer.
La palabra latina fulgeant hace referencia a un resplandecer luminoso
como el del sol. Esta es la sencillez propia de la liturgia cristiana. La
majestad y belleza de los signos nos ayudan a percibir con los ojos de la fe la
majestad y belleza de Dios mismo, a quien adoramos en el culto. Esta es la
razón por la cual la Iglesia, a través de los siglos, ha construido el edificio
de la sagrada liturgia adornándolo con tanto amor, sabiduría y arte. Así lo
expresaban ya los Padres del Concilio de Trento, con referencia a la Santa
Misa: «Como la naturaleza humana es tal que sin los apoyos externos no puede
fácilmente levantarse a la meditación de las cosas divinas, por eso la piadosa
madre Iglesia instituyó determinados ritos, […] con el fin de encarecer la
majestad de tan grande sacrificio y excitar las mentes de los fieles, por estos
signos visibles de religión y piedad, a la contemplación de las altísimas
realidades que en este sacrificio están ocultas»[22].
Para resumir lo dicho
hasta aquí, el ars celebrandi, siendo arte del celebrar, supone capacidad,
ejercicio y regla. La arbitrariedad litúrgica, entonces es incompatible con
ella. Aquí, sin embargo, se pone habitualmente una objeción, que a veces llega
a ser hasta una acusación: la del llamado “rubricismo”. Con esta palabra se
quiere hacer referencia a una celebración que se preocupa exclusivamente de
observar las normas litúrgicas al pie de la letra. El rubricismo sería entonces
una forma de fariseísmo litúrgico en ámbito cristiano. Si ese fuera el caso,
estamos completamente de acuerdo: no se puede celebrar de manera rubricista, o
sea teniendo como única preocupación la formalidad ritual de la celebración.
El ars celebrandi, como diré en seguida, supone la escrupulosa observancia
de las normas, pero no acaba con ella. El punto, sin embargo, es que los que
suelen utilizar la palabra rubricismo no quieren decir solo esto, sino que una
celebración correcta sería, según ellos, aquella en la que no se observan todas
las normas establecidas, y se actúa de acuerdo a la creatividad del sacerdote y
de la asamblea. Por este motivo, caería bajo la acusación de ser rubricista
todo sacerdote que trata de celebrar la sagrada liturgia exactamente como
prescriben los libros oficiales de la Iglesia. Esta sería −según esos críticos−
una celebración impersonal, no contextualizada, rígida, formal, no inculturada,
etc. Al final, rubricista sería cualquier bautizado (sacerdote o laico) que
simplemente obedece a la Iglesia en sus normas litúrgicas. Ahora bien, esto
sería comparable a llamar «legalista» al ciudadano que respeta todas las leyes
del Estado. Semejante ciudadano, sin embargo, no es un legalista porque respeta
las leyes; sino que es un hombre con conciencia civil, que trata de vivir en la
legalidad y la honestidad. Del mismo modo, no todo sacerdote que celebra cuidando
bien las leyes litúrgicas cae de por sí, automáticamente, bajo la condena de
ser rubricista. Muchas veces simplemente quiere ser honesto en su tarea
litúrgica al interior de la comunidad eclesial[23]. Como hay clara diferencia
entre un legalista y un hombre que respeta la legalidad, así la hay entre un
sacerdote rubricista y uno que observa las rúbricas.
Puesto esto en claro,
nos podemos preguntar dónde está la diferencia entre los dos: ¿qué cosa
distingue un sacerdote y una comunidad rubricistas de un sacerdote y una
comunidad fieles a las leyes de la Iglesia? Es la interioridad que acompaña la
exterioridad. Si el rubricismo es una forma de fariseismo litúrgico, entonces
la cura para esta enfermedad espiritual es la misma que Jesucristo, el Médico
Divino, indicó a los fariseos: que no se hagan las cosas solo en la
exterioridad, sino de todo corazón. Vuelve de nuevo el criterio fundamental:
somos alma y cuerpo, y debemos adorar con los dos. La precisa ejecución externa
del rito debe ser acompañada con la orientación interior de nuestra alma hacia
el Padre, a través de Cristo, en el Espíritu Santo.
Aquí entra una
realidad íntimamente relacionada con el ars celebrandi, que es la
participación activa en la liturgia. Como se sabe, este tema ha sido muy
valorado por el Concilio Vaticano II. Lo que a veces no se menciona es que el
último Concilio no ha creado de la nada esta expresión, sino que la retoma de
los documentos de varios Pontífices. Habían en efecto hablado de actuosa
participatio en la liturgia San Pío X, Pío XI y también Pío XII[24]. El
Vaticano II se pone en esta misma línea, diciendo que hay que participar en la
liturgia «scienter, actuose et fructuose −consciente, activa y
fructuosamente»[25]. Es importante notar que el tema de la participación activa
se inserta en el medio de estos tres términos. Es posible una participación
activa si hay conciencia de lo que acontece en la liturgia y si se recibe su
fruto de gracia. Por esto, la actividad de la cual se habla no coincide
simplemente con el hacer algo durante la celebración, sino sobre todo con el
estar insertado en el misterio que se celebra. Interpretar la actuosa
participatio simplemente como un estar en movimiento, o decir cosas y
hacer cosas durante el rito, es muy reduccionista y conlleva una visión
activista de la participación litúrgica, que no corresponde al genuino mensaje
del Vaticano II[26]. Un sacerdote o un fiel no participan bien en la liturgia
si simplemente hacen cosas o dicen palabras durante el rito. La participación
es antes que nada interior y luego también se manifiesta y alimenta
exteriormente, en gestos y palabras. Como la componente más distintiva de la
naturaleza humana es el alma racional, es allí que se realiza principalmente la
participación. El Concilio lo dice de manera indirecta, pero clara, cuando
habla de una participación que no es solo activa, sino consciente y fructuosa.
Quien lo ha dicho, en cambio, de forma explícita es el Papa Pío XII enMediator
Dei, una Encíclica completamente dedicada al tema de la liturgia. Conviene
saber que la Constitución litúrgica Sacrosanctum Concilium se refiere
a esta Encíclica de Papa Pacelli continuamente, en varias ocasiones retomando
sus enseñanzas al pie de la letra[27]. Hay, entonces, una continuidad
estrechísima entre los dos documentos. En laMediator Dei, Pío XII enseña que la
sagrada liturgia es el ejercicio del sacerdocio del Cristo total, Cabeza y
miembros. Esto lo repite también Sacrosanctum Concilium en su número
7. Pío XII subraya la importancia de la participación activa con estas
palabras: «Que todos los fieles consideren como el principal deber y mayor
dignidad participar en el Sacrificio Eucarístico, no con una asistencia
negligente, pasiva y distraída, sino con tal empeño y fervor que entren en
íntimo contacto con el Sumo Sacerdote [Jesucristo], ofreciendo con Él y por Él,
santificándose con Él». Luego, el Santo Padre califica el sentido de la
expresión escribiendo que participación activa implica «reproducir en sí mismo,
cuanto lo permite la naturaleza humana, el mismo estado de ánimo que tenía el
mismo Redentor cuando hacía el Sacrificio de sí mismo: la humilde sumisión del
espíritu, la adoración, el honor y la alabanza, y la acción de gracias a la
divina Majestad de Dios» y eso «exige además que [los fieles] reproduzcan en sí
mismos las condiciones de víctima: la abnegación de sí mismos, según los
preceptos del Evangelio, el voluntario y espontáneo ejercicio de la penitencia,
el dolor y la expiación de los propios pecados. Exige, en una palabra, nuestra
muerte mística en la Cruz con Cristo»[28]. ¡Qué lejos están estas palabras del
concepto corriente de participación activa que muchas veces hay en nuestras
comunidades! Ya que participar activamente significa penetrar íntimamente e
identificarse con el misterio del Gólgota, que se representa sacramentalmente
en el altar, entonces hacer cosas, leer, llevar las ofrendas al altar, a veces
hasta danzar, seguramente no expresan la esencia de la participación activa.
Esta, cuando se entiende bien, es el motor de toda nuestra vida espiritual y
moral. La verdadera participación en la liturgia cambia nuestra vida: es
fructuosa, como dice el Concilio. Por esto un liturgista inglés contemporáneo
ha propuesto que no se traduzca la frase latina actuosa participatio como
“participación activa”, según se hace habitualmente, pues es una expresión que
puede transmitir un acento de activismo; en cambio, sugiere como traducción la
frase «participación efectiva»[29]. Y en verdad, la participación es activa
cuando es consciente y fructuosa, o sea, efectiva y eficaz.
La verdadera
participación activa en el culto eclesial, la orientación del alma hacia el
Señor que es Cabeza del Cuerpo Místico y Sumo Sacerdote, es lo que permite una
verdadera ars celebrandi. Ahora podemos completar el cuadro, notando que,
como no es posible actuar el ars celebrandi sin observar las normas
litúrgicas en el foro externo, tampoco −y con mayor razón aún− habrá ars
celebrandi sin actuosa participatio en el foro interno. Esta
acontece sobre todo en el alma y luego tiene sus signos adecuados y coherentes
en el cuerpo, que se une al movimiento del alma en la alabanza, el
agradecimiento y la adoración. Por extensión, también deben ser signos
adecuados las vestiduras, los vasos sagrados y todo lo que sirve para el culto;
hasta el mismo edificio sacro, el templo. Nótese, además, que si es verdad que
no hay ars celebrandi que no sea participación efectiva, igualmente
es verdad lo contrario: no puede haber actuosa participatio sin arte
en la celebración. Benedicto XVI lo dice claramente, subrayando junto con los
Obispos del Sínodo de 2005: «la necesidad de superar cualquier posible
separación entre el ars celebrandi, es decir, el arte de celebrar
rectamente, y la participación plena, activa y fructuosa de todos los fieles».
«Efectivamente −continúa el Pontífice− el primer modo con el que se favorece la
participación del Pueblo de Dios en el Rito sagrado es la adecuada celebración
del Rito mismo. El ars celebrandi es la mejor premisa para la actuosa
participatio. El ars celebrandi proviene de la obediencia fiel a las
normas litúrgicas en su plenitud, pues es precisamente este modo de celebrar lo
que asegura desde hace dos mil años la vida de fe de todos los creyentes, los
cuales están llamados a vivir la celebración como Pueblo de Dios, sacerdocio
real, nación santa»[30]. Del mismo modo en que se creaba un círculo virtuoso
entre devoción y fe eucarística, entre culto fuera de la Misa y celebración
sacramental, también aquí se verifica una circularidad entre participación
activa y arte de la celebración, donde cada una es causa y custodia de la otra.
Considerado todo lo
dicho, podemos concluir con una breve referencia al tema del carácter pastoral
de la liturgia. Si la pastoral es el arte de guiar el camino de fe de los
cristianos, o, con terminología más antigua, el arte de conducir las almas a la
salvación, es bien evidente que la liturgia ocupa un lugar muy especial en la
pastoral. Y en los libros litúrgicos más recientes esto se tiene en cuenta – lo
que es bueno –, sin embargo no siempre de manera clara. Por ejemplo, se
encuentra en ellos a menudo una pequeña fórmula del tipo: «si razones
pastorales así sugieren…». Habitualmente esta fórmula se encuentra después de las
indicaciones rituales, por ejemplo en el número 365 de laInstitutio Generalis
Missalis Romani, donde se lee: «La Plegaria Eucarística primera o Canon
Romano, que puede emplearse siempre, se dirá más oportunamente […] en los días
domingo, a no ser que por motivos pastorales se prefiera la Plegaria
Eucarística tercera». Como esta expresión se encuentra varias veces en los
libros litúrgicos post-conciliares, muchos se han convencido de que casi todo,
en el rito, está bajo la determinación de los motivos pastorales. O sea: sí hay
reglas, pero por razones pastorales podemos no observarlas. Y, en concreto,
muchas veces esto significa que se celebra como le parece mejor al sacerdote.
Pero frente a esta expresión, sería oportuno primero preguntarse qué significa
«pastoral» y «razones pastorales». La impresión es que se ha difundido la idea
de que la pastoral significa «descuentos», «rebajas», o «hacer las cosas más
simples, o más atractivas». Así, el criterio pastoral ya no coincide tanto con
dirigir almas hacia el Cielo y, para esto, tratar de hacer lo mejor posible;
sino con facilitar al máximo las cosas. Otras veces, en cambio, se entiende
como criterio pastoral introducir novedades en el rito para facilitar la
sensación de que este rito es nuestro, de nuestra comunidad particular. También
puede ocurrir que se inserten elementos ajenos a la liturgia con el fin de
suscitar emociones en los presentes.
¿Qué decir de todo
esto? Primero que la liturgia, para ser pastoral, no debe ser fácil, sino
bella. La belleza tiene el poder de elevar las almas y ayudarlas a comunicar
con Dios que nos salva. Segundo, que la liturgia es eclesial en su sentido más
alto: cada celebración local es celebración de la Iglesia Católica y no
simplemente de un grupo particular. Tercero, que devoción y emoción no son la
misma cosa. En la liturgia hay que favorecer el asombro por la presencia
divina, no las emociones ligeras y pasajeras. Se trata de sentimientos
profundos, espirituales, no de sensaciones psicológicas momentáneas. Como dice
1 Reyes 19,11, en la versión de la Biblia Vulgata de San Jerónimo: «Non in
commotione Dominus −el Señor no se encuentra en la emoción»[31]. Por eso, como
sacerdotes no debemos preguntarnos siempre qué cosa es más fácil para nosotros
y los demás bautizados, sino más bien qué cosa es mejor. No debemos buscar lo
que emociona sino lo que edifica en lo profundo. No nos interesa armar un
espectáculo, sino celebrar el drama de la salvación.
Solo recuperando la
relación estrecha entre devoción y fe, entre doctrina y pastoral, entre
celebración sacramental y culto eucarístico[32], entre participación activa y
arte de la celebración y, finalmente, entre liturgia y vida moral, seremos y
seremos reconocidos como cristianos, o sea hombres y mujeres de oración,
hombres y mujeres de vida espiritual, que por eso mismo son también apóstoles:
los evangelizadores con Espíritu que auspicia el Papa Francisco para el Tercer
Milenio[33].
Pidámosle a Santa
María, «Mujer Eucarística»[34], que nos obtenga la gracia de una renovación
general, en nuestra amada Iglesia Católica, de la fe y devoción hacia la
Santísima Eucaristía, que es Misterio de la fe, y que por esto se adora con fe,
se recibe con fe y atrae a sí los hombres a través del testimonio de nuestra
fe.
Conferencia del Rev.
Prof. Mauro Gagliardi Profesor Ordinario del Ateneo Pontificio Regina
Apostolorum, Roma
X Congreso Nacional
Eucarístico y Mariano de Piura, Perú, el 15 de agosto de 2015
Fuente:
collationes.org.
[1] El CD de la
grabación, con este mismo título, ha sido publicado por DynamicCatholic.com.
[2] Evangelii
Gaudium, n. 262.
[3] Suma
teológica, II-II, 82, 1.
[4] «In divino cultu
necesse est aliquibus corporalibus uti, ut eis, quasi signis quibusdam, mens
hominis excitetur ad spirituales actus, quibus Deo coniungitur. Et ideo religio
habet quidem interiores actus quasi principales et per se ad religionem
pertinentes: exteriores vero actus quasi secundarios, et ad interiores actus
ordinatos» (Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, 81, 7; cf.
II-II, 84, 2; I-II, 101, 1–2).
[5] Ver en particular
sus obras Vom Geist der Liturgie (1918), Von heiligen Zeichen(1922), Liturgie
und liturgische Bildung (1966).
[6] Enarrationes
in Psalmos 98,9 (CCL XXXIX 1385), en Sacramentum Caritatis, n. 66.
[7] Ver Sacra
Congregatio pro Sacramentis et Cultu Divino, Ritus de sacra Communione et
de cultu Mysterii eucharistici extra Missam, 4 de enero, 1978.
[8] Una reseña de
autores europeos que se han movido en esta perspectiva se puede encontrar en
J.M. Powers, Teologia eucaristica, Queriniana, Brescia 1969, pp. 150ss.
[9] Concilio de
Trento, Canones de ss. Eucharistiae sacramento, can. 1: «vere, realiter,
substantialiter» (en Denzinger – Hünermann, n. 1651 y retomado en el Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 1374). Con la palabra vere, el Concilio condena
el berengarismo: la tesis que considera la Eucaristía un símbolo o figura de un
cuerpo que está en otro lugar (el Cielo). Con el término realiter, el
Tridentino enseña que la presencia es ontológica y objetiva: esto implica que
no es la fe del celebrante o de los fieles que determina la presencia en el
sacramento, sino la promesa de Cristo. La fe reconoce la presencia real, pero
no la determina. Esto se confirma con el uso de substantialiter: lasubstantia es
en este caso la realidad esencial de algo, más allá de las apariencias
exteriores. Aquí se contrapone a “función”, o sea la finalidad de una acción.
La Eucaristía es Cristo, no es solo un medio a través del cual nos llega la
gracia de Cristo.
[10] Ver Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 2715.
[11] Ver Benedicto
XVI, Sacramentum caritatis, n. 65.
[12] San Pío de
Pietrelcina, Epistolario, III: Corrispondenza con le figlie
spirituali (1915−1923) (M. da Pobladura – A. da Ripabottoni, ed.),
Edizioni Padre Pio da Pietrelcina, San Giovanni Rotondo 2004, p. 87 (versión
española tomada de: M. Gagliardi, Liturgia fuente de vida. Perspectivas
teológicas, Edicep, Valencia 2012, pp. 219–220).
[13] Ver
http://lema.rae.es/drae/?val=arte.
[14] Institutio
Generalis Missalis Romani: ex editione typica tertia emendata, n. 42.
[15] Concilio
Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, n. 22 § 3.
[16] Escribe el
filósofo católico D. von Hildebrand, en la obra Il cavallo di Troia nella
Città di Dio [original alemán 1968; aquí en la versión italiana
Effedieffe, Proceno (VT) 2014, pp. 295–296]: «È un principio specificamente
cattolico che gli atteggiamenti spirituali debbono avere un’espressione
adeguata anche nel comportamento esteriore, nei movimenti, nello stile del
discorso. Tutta la liturgia obbedisce a questo principio. Del pari,
all’ambiente o all’edificio dove si svolge qualcosa di solenne e di sacro
dovrebbe essere propria una corrispondente atmosfera. […] Quanto è sbagliato,
dunque, considerare la bellezza di una chiesa e della liturgia come cosa che
può distrarre dal vero tema dei misteri liturgici portando verso alcunché di
superficiale! […] Nel fondo di idee del genere si trova anche un’incomprensione
per la natura umana».
[17] Concilio
Vaticano II, Presbyterorum Ordinis, n. 5. Como es sabido, Sacrosanctum
Concilium, n. 10, aplica la expresión «cumbre y fuente» a todo el conjunto de
la sagrada liturgia eclesial.
[18] Cf. P.J.
Elliott, «Ars celebrandi nella Sacra Liturgia», en A. Reid (ed.), La Sacra
Liturgia. Fonte e culmine della vita e della missione della chiesa, Cantagalli,
Siena, p. 58.
[19] Ibid., p.
59: «Non possiamo aspettarci un’ars celebrandi da un clero che non conosce
o non ha mai letto l’Ordinamento Generale del Messale Romano».
[20] Ver Benedicto
XVI, Sacramentum Caritatis, n. 35.
[21] Concilio
Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, n. 34.
[22] Concilio de
Trento, Sessio XXIII: Doctrina et canones de ss. Missae sacrificio, cap.
5, en: DS n. 1746.
[23]Ver A. Reid,
«From Rubrics to Ars Celebrandi – Liturgical Law in the 21st
Century»,Antiphon 17 (2013), pp. 139–167.
[24] Ver Pío X, Tra
le sollecitudini, Acta Sanctae Sedis 36 (1904), p. 331; Pío XI, Divini
cultus, IX: AAS 21 (1929) p. 39; Pío XII, Mediator Dei, II, 2: EE 6,
507; ibid., II, 3: EE 6, 530.
[25] Concilio Vaticano
II, Sacrosanctum Concilium, n. 11.
[26] Ver,
recientemente, el artículo del Prefecto de la Congregación para el Culto
Divino, cardenal Robert Sarah, «Silenziosa azione del cuore», en L’Osservatore
Romano, 12 de junio 2015.
[27] Recientemente ha
sido publicado un artículo en el cual se muestra muy claramente que el esquema
original de Sacrosanctum Concilium contenía muchas citas más de laMediator
Dei y otros documentos pontificios, respecto a la edición final. Se puede
pensar que la simplificación del texto a publicar haya requerido cortar muchas
citas. Sin embargo, la enseñanza litúrgica del Vaticano II está en total y
plena continuidad con el Magisterio litúrgico pontificio anterior. Cf. S.J.
Benofy, «Footnotes for a Hermeneutic of Continuity: Sacrosanctum Concilium’s
Vanishing Citations», Adoremus 21/1 (2015), pp. 8–34.
[28] Pío XII, Mediator
Dei, II, 2: EE 6, 507; ibid., II, 3: EE 6, 530.
[29]Ver A.
Reid, The Organic Development of the Liturgy. The Principles of Liturgical
Reform and Their Relation to the Twentieth-Century Liturgical Movement Prior to
the Second Vatican Council, Ignatius, San Francisco 20052.
[30] Benedicto
XVI, Sacramentum Caritatis, n. 38.
[31] También la
Neovulgata traduce del mismo modo. Commotio en latín puede indicar
sea la emoción que una sacudida, como en un terremoto. En el contexto inmediato
del paso bíblico se refiere más bien al segundo sentido, sin embargo interpreta
en el primer sentido San Pío X en su Encíclica E Supremi Apostolatus, n.
13.
[32] «Es preciso
integrar adecuadamente celebración de la eucaristía y culto eucarístico,
participación en la misa y adoración que prolonga aquella participación. Como
dice la [Instrucción] Eucharisticum mysterium [n. 3]: “hay que
considerar el misterio eucarístico en toda su amplitud, tanto en la celebración
misma de la misa como en el culto de las sagradas especies, que se reservan
después de la misa para prolongar la gracia del sacrificio»: D. Borobio, Eucaristía,
BAC, Madrid 2000, p. 407.
[33] Ver Francisco, Evangelii
Gaudium, cap. V.
[34] Ver San Juan
Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, cap. VI. Véase también M. Gagliardi,
«María, Mujer Eucarística», en María, Estrella de la Nueva Evangelización.
Congreso Mariano, Vida y Espiritualidad, Lima 2003, pp. 237–259.
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